Desde hace ya varios años vemos a nuestro alrededor familiares y amigos que deciden no casarse. Bien por evitar la parafernalia del día de la boda, bien porque lo ven como un mero trámite administrativo (o por la razón que sea). El caso es que como cada vez son más las parejas que deciden no hacerlo, veo interesante reflexionar sobre el porqué yo (nosotros) sí queríamos casarnos.
Ya han pasado diez años desde el «sí quiero» y recuerdo con tanto cariño ese día que si pudiera lo repetiría cada año (con el mismo novio, eh? ¡Que no lo cambio por nada!).
Yo no me casé por lo bonito de ese día, ni tampoco porque quisiera vestirme de blanco. Me casé porque sentía un amor tan grande por mi novio que, no sólo necesitaba decírselo delante de todo el mundo, sino que quería dar un paso más en esa relación que hiciera ese amor aún más grande. Ese paso era COMPROMETERME a «querer quererle» cada día el resto de mi vida.
Quizá esto que se dice tan rápido no se entienda bien sin una breve explicación. El casarse no es solo decirse que te quiero ahora, sino que quiero quererte. Esto es, que aunque te salgan canas, arrugas, manchas, michelines; te quedes calvo o te dejes barba, te seguiré queriendo. Pero no sólo eso, también si enfermas, si te quedas ciego, cojo o mudo. Si al envejecer, el caracter se te amarga y te vuelves quisquilloso, si haces la cama y si no la haces; si lavas los platos o cocinas, y si no lo haces.
Y quizá penséis, «no me extraña que ya nadie quiera casarse», jaja! Pero es tan bonito y maravilloso saber que mi marido se ha casado conmigo. Él también quiere quererme para siempre. Unas veces seré yo la que gruña, y otras veces será él, pero juntos nos querremos todos los días de nuestra vida. Yo le he entregado mi vida, y él me ha entregado la suya. Es algo maravilloso y que crea un vínculo entre los esposos que no se crea de otra manera. Así que ¡vaya que si merece la pena casarse!
Y por supuesto, contamos con la ayuda de Dios. Porque hay veces, que «querer seguir queriendo al otro» cuesta mucho. Y Dios hace que esa cuesta sea posible subirla bien agarrados a su mano. Así que no la sueltes nunca, y ¡juntos llegaréis a buen puerto! Aunque a veces no veas la luz al final del tunel, si Él (Dios) va delante, la luz llegará. Ya lo verás.