Hace unos meses conocí a una chica que -tras varios días de conversaciones- me dijo (porque no le quedó otro remedio) que era sobrina de un santo.
Yo flipé. ¡Tu tío está en los altares!, ¿qué pasada no? ¡Eres familia de un hombre que ha pasado a la historia de la Iglesia! Me parecía brutal. Estaba fascinada: para mí era como para muchos conocer a un primo de Maradona o de Ronaldo.
Curiosamente ella ¡no tenía ninguna intención de contármelo!
¿Pero a ti que te pasa? ¡Si es una pasada! De primeras no entendí tanto «secretismo»; probablemente eso fuera lo más interesante de su vida y, sin embargo, ¿¡procuraba que nadie se enterara!?
Tras preguntárselo, me explicó que no le gustaba decirlo porque ella no tenía ningún mérito y no le parecía bien sentirse especial por eso. Le daba pudor ser «más» sin haber hecho ella nada.
El caso es, que esta anécdota que había olvidado por completo, el Señor hoy la puesto en mi corazón para recordarme que yo también tengo el honor de ser familia de alguien muy grande, aún más grande que un santo, un famoso o un gran artista: ¡soy hija del mismísimo Dios!
Y es que a mí me pasa lo mismo que a esta chica: me siento indigna de ser hija de Dios porque no es mérito mío. No me lo merezco.
De hecho, llevaba un tiempo sintiéndome muy indigna de tanto amor y atenciones por parte del Señor y, aunque sabía que a Jesús no le gustaba verme así, era incapaz de entenderlo, de cambiar ese sentir.
Cada vez que iba a misa y repetía las palabras del centurión: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme, mi sentimiento de indignidad crecía y se confirmaba.
Pero es que el centurión no era hijo de Dios porque Cristo no había muerto y resucitado todavía por él. Su siervo se curó por la palabra de Jesús, mi indignidad para recibir a Dios, para tratarle, para merecer su amor: desapareció cuando Jesús resucitó de entre los muertos por mí.
Por eso hoy, al recordar a mi amiga, me he dado cuenta de que ¡da igual que el mérito no sea mío!
Ser familia, amigos, vecinos,… de alguien importante que deja huella a su alrededor, aunque no haya sido gracias a nosotros, nos honra.
Dios me llama hoy a sentirme digna de Él, digna de su amor, de sus dones, de su maravillosa protección y cariño: porque soy su hija. Y eso me da derecho a todo eso ¡aunque yo sea un desastre!
Si Dios ha querido honrarme con su grandeza, ¿quién soy yo para avergonzarme de ello?
Igual que los hijos tienen derecho a ser amados por sus padres sin ellos haber hecho nada para ganárselo (a veces más bien lo contrario, jaja); tú y yo hacemos bien creyéndonos dignos del amor que Dios nos tiene.
Porque Él ha querido que sea así. Claro que no es mérito nuestro… (¡mal andaríamos!) pero es un regalo que Dios nos hace y no debemos rechazarlo.
Hoy no lo entiendo tampoco pero ha calado más en mí ese poder sentirme orgullosa de ser quien soy. De mirarme con la misma admiración (o mayor) que la que me invadió cuando mi amiga me dijo que era familia, ¡sobrina!, de un santo.
Quizá tú y yo no tengamos a nadie importante cerca, pero no lo necesitamos ¡Dios es nuestro Padre! ¡Mi padre! ¿Puede haber mayor honor que ese?
Pd. Como estamos en octubre os reenvío la iniciativa de otros años, aunque estemos a mediados aún puedes unirte a la fiesta