El perdón: “Hay cosas que no se pueden perdonar”

Cuando era pequeña recuerdo que tenía grabado a fuego en mi corazón el perdón. Si me peleaba con mis hermanos, con amigos, mis padres,…tenía que pedirles perdón y perdonarles, sin rodeos, sin tardanzas; no había alternativa.

Lo de “esto no te lo perdono” no entraba en mi cabeza, era impensable, ¿cómo no voy a perdonar a alguien a quien quiero? ¡Y qué gozada era seguir jugando como si nada hubiera pasado! Era un perdón tan puro, tan sincero y fresco que acababa siendo el inicio de otro juego.

Han pasado ya unos cuantos años y esa bendita inocencia se ha ido perdiendo con ellos hasta el punto de comprender de verdad que hay cosas que no se pueden perdonar. Acontecimientos que han acabado en desgracia, humillaciones, juicios, desacuerdos, … “es imperdonable”; bien por la herida que dejan en el corazón, bien por las consecuencias que conllevan.

¿Cómo voy a perdonar a quien me ha destrozado la vida, me ha robado lo que más quería, me ha tratado como si fuera basura, me ha arrebatado injustamente algo que me pertenecía?

Conocemos, por desgracia, muchas situaciones propias y ajenas, que nos hacen mirar al Cielo y decir, ¿en serio tengo que perdonar algo así?

Hace tiempo escuché una entrevista que le hacían a una víctima del terrorismo en la que esta afirmaba haber perdonado a quienes le habían dejado en silla de ruedas. De primeras me costó creerla: ¿perdonar a quienes intentaron matarle?, ¿por qué iba a hacerlo?

Aluciné, tenía toda la razón. Dijo algo así como que ya le habían robado bastante con el atentado como para entregarles, por culpa del rencor, la vida entera. El perdón le había permitido seguir adelante y ser feliz

Me pareció brutal, además de heroico. Porque es verdad que ante situaciones dolorosas, injustas, nuestro corazón se queda paralizado en esa desgracia, no avanza, no nos deja volver a ser los nosotros mismos; a veces, no llegamos a levantar cabeza nunca. Me viene entonces una gran pregunta:

¿De qué sirve no perdonar? Porque, os aseguro que yo no logro ni sentirme mejor, ni ser más feliz, ni recuperar lo perdido ni hacer justicia.

Es entonces cuando acudo a Dios, porque yo no tengo fuerzas para perdonar, sé que debería perdonar -¡no hacerlo me roba la vida!- pero soy de barro también y el dolor, la ira, el rencor,… me ciegan.

Cuando miro la situación desde fuera, aparcando mis sentimientos y juicios sobre cómo actuó cada uno, y me centro en lo que objetivamente pasó, me doy cuenta de que esa herencia, esa discusión, ese accidente, … no valen más que la relación que tenía con esa persona ni la felicidad del resto de mi vida.

Necesitamos perdonar para ser libres

Haciendo memoria os traigo algunas reflexiones sobre el perdón que han ido saliendo durante estos años y que creo que pueden ampliar un poco más el tema.

Pedir perdón a Dios directamente

Estoy harta de pedir perdón

Carta para pedirte perdón

¿Qué es lo más difícil para pedir perdón y perdonar? Se me ocurren varias respuestas pero, primero, te espero en los comentarios.

¡Te leo!

«La hija de», «la mujer de», «la hermana de»

Cuando era pequeña, y mi madre me mandaba a casa de alguna amiga para recoger algo, al llegar llamaba al timbre y yo contestaba con confianza: «soy Inés, la hija de María Eugenia».

Enseguida se abría la puerta y me recibían con los brazos abiertos; siempre caía algún dulce, palabras bonitas y mucho cariño. Simplemente por ser «la hija de» ya merecía todas las atenciones; porque, os aseguro que, si en vez de contestar eso hubiera dicho «soy Inés», probablemente ¡no me habrían abierto ni la puerta!

Yo era «la hija de Jesús y María Eugenia», y cuando oía a alguien decirlo para identificarme me sentía orgullosa; eran ellos los que con su vida y su ejemplo hacían que yo pasara a ser importante también, es como si heredara su buen hacer y pasara a ser digna del cariño de todo el mundo.

Pero es curioso, porque al crecer algo cambia, queremos ser valorados por nosotros mismos, no queremos ser «la hija de», «el marido de» o «la hermana de».

El ego nos puede y buscamos ser reconocidos por nosotros mismos, por «nuestros méritos».

Y si nos volvemos demasiado egocéntricos podemos incluso llegar a olvidar quiénes son nuestros padres, no reconocer todo lo que han hecho por nosotros; y eso es precisamente lo que nos pasa con Dios cuando nos alejamos de Él, cuando queremos «ir por libre».

Algún día llamaremos a las puertas del Cielo y habrá mucha diferencia entre contestar: «soy Inés, la hija de Dios», que contestar que soy sin más «Inés». Y siento deciros que la principal diferencia estará en que si contesto sólo con mi nombre, lo haré creyendo de verdad que son mis méritos y mi buen hacer los que van a abrir esa puerta, los que hacen que me gane el Cielo.

Pero no es así. Creedme si os digo que todo, absolutamente todo lo que tenemos, somos y podemos, es gracias a nuestro Padre del Cielo.

Por eso Jesús se dirigía solo a los humildes de corazón, porque los «sabios y entendidos» se creen autosuficientes, no son capaces de reconocer a Dios en su vida.

Jesús nos invita a ser como niños, en el sentido de sentirnos «nada» sin Él, y «todo» gracias a Él también. Somos dignos del Cielo porque Jesús nos abrió las puertas del paraíso con su muerte y resurrección; y somos capaces de hacer cosas grandes y buenas porque el Espíritu Santo nos acompaña.

La «filiación divina«, que es como se llama oficialmente en la Iglesia al hecho de que seamos hijos de Dios, siempre me ha sonado demasiado teórico, ¡es una palabra tan extraña!

Oímos con frecuencia lo de que somos «hijos de Dios», pero nos suena más como un título nobiliario que como algo tan real como el color de nuestros ojos.

Quizá no siempre podamos sentir orgullo de ser hijos de nuestros padres, son humanos y como tales pueden llegar a meter la pata hasta límites insospechados; pero de nuestro Padre del Cielo ¡hemos heredado la vida eterna, la dignidad de hijos de Dios!, y podemos sentirnos más orgullosos de ser sus hijos, que de serlo del más famoso de los famosos.

Esta semana te animo a tratar un poco más a Jesús, acudir a una Iglesia y pasar un rato con Él, leer qué nos dice cada día en el Evangelio…; porque si nos acercamos con humildad, Él como buen Padre saldrá corriendo a buscarnos para darnos un abrazo y mostrarnos todo lo que tiene para nosotros.