Juventud, ¿divino tesoro?

Hace no mucho encontré una fotografía en la que un señor, de avanzada edad, se agachaba como podía para atarle los zapatos a la que parecía su esposa (también mayorcita).

El primer sentimiento que brotó de mi corazón fue el de la ternura, ¡qué bonito que después de tantos años sigan apoyándose mutuamente hasta en las cosas más pequeñas!; pero después me sobrecogí: qué duro tiene que ser que no puedas ni atarte los cordones de los zapatos.

Al ver la escena, me fijé sobre todo en la entrega del marido por su mujer -realmente admirable- pero en realidad ella hacía un esfuerzo mucho más grande: dejarse ayudar. Parece una tontería pero es un acto brutal de humildad.

Si nos ponemos en su lugar por un momento yo supongo que: estaba acostumbrada a dedicarse a los demás, a servir; ir de un sitio a otro sin depender de nadie, con la libertad de salir de compras o a tomar algo con las amigas cuando le diera la gana.

A viajar, cambiarse de “look” antes de salir si no se sentía cómoda; a preparar el postre favorito de toda la familia, hacer deporte, ir a la pelu, ¡ducharse!… (creo que ya se entiende la idea).

Son muchas cosas, ¿verdad? Para quienes padecemos una enfermedad limitante en mayor o menor medida todo esto llega mucho antes que en la ancianidad y sabemos muy bien lo que supone; quizá por eso me haya fijado en la resignación de ella más que en el esfuerzo de él, que también tiene su mérito.

Hay básicamente dos actitudes cuando las limitaciones llegan:

  • Revelarse, que no sirve de nada porque no va a cambiar tu situación por mucho que te cabrees (y encima hace que estar a tu lado sea un martirio, sobre todo para quienes te cuidan)

Es una de las cosas que más cuesta aceptar: depender de los demás, esperar a sus tiempos y aceptar su manera de hacer las cosas (casi siempre distinta a la tuya). Ya se lo dijo Jesús a San Pedro… “cuando seas mayor será otro quien te lleve a donde tú no quieras”. Y aunque parezca algo malo, te obliga a olvidarte de ti mismo, de tu autosuficiencia, la humildad crece y esa virtud ¡es la llave para el Paraíso! ¿Hay algo más importante?

¿Y qué pintan los jóvenes en todo esto? Parece que no mucho. Pero sí, esta reflexión va sobre todo por ellos. Los jóvenes en general (siempre hay excepciones), no necesitan de nadie para hacer lo que les de la gana, no tienen límites, parecen ser “más libres” que los mayores, y más autónomos que los ancianos. No se plantean ni por un instante la idea de que alguien tenga que vestirles, darles de comer, lavarles los dientes, etc.

La dependencia llega para recordarnos que no somos dioses, no hemos sido creados invencibles ni todopoderosos y que la vida puede cambiarnos completamente de la noche a la mañana sin que podamos evitarlo ni cambiarlo. Esto es absolutamente evidente y sin embargo vivimos muchas veces de espaldas a esta realidad.

Me he centrado en la juventud porque en las últimas generaciones se nos ha vendido que podíamos ser y llegar todo lo lejos que nos propusiéramos. Que “querer es poder” y que “los límites los pones tú”. Y no es cierto.

Tanto repetirnos que todo depende de nosotros mismos que llevamos en las venas que somos semidioses; que todo lo que logramos, ganamos, inventamos,… es cosa nuestra. Dios no existe y nadie puede quitarme del pedestal en el que me he subido.

95 años muy bien llevados. Pensando en los demás y no en uno mismo.

Y siento (o me alegro) deciros que a TODOS nos llega en la vida algún momento en el que vemos que solos no podemos: quizá la muerte de un ser querido, un accidente, la crianza de los niños, gestionar el hogar, la ausencia de una amiga, una enfermedad, la falta de trabajo, … el detonante es lo de menos, en la vida: A TODOS NOS LLEGA EL PUNTO DE INFLEXIÓN. No porque yo lo diga para fastidiar sino porque es un hecho demostrado que además necesitamos para crecer interiormente.

No tuve más que preguntar a mi abuelo, de 97 años, cómo resumiría su vida y la respuesta fue -entre lágrimas- “solo puedo dar gracias a Dios por todo lo que me ha dado; mira qué familia, ¿y tu abuela? no pude tener mayor suerte con que me tocara a mí. Todo me ha sido dado, lo tengo muy claro. Y yo, humildemente, doy las gracias de corazón.

¿Qué piensas tú?, ¿por qué crees que nuestro punto de vista sobre la vida es tan diferente en la juventud que en la vejez? ¿Cómo crees que llevarás ese cambio en tu vida?

Espero vuestros comentarios. Gracias!

La envidia: cómo gestionarla y aprender de ella

¡Cómo molestan las madres que a los dos días de dar a luz están estupendas! ¿Y el becario que sube como la espuma? ¿Y la que acaba de abrir su perfil de Instagram y ya te dobla en seguidores?

Tener envidia es una emoción que nos sale a todos de forma natural; cómo la gestionemos es lo realmente importante. Por eso os lanzo alguna idea sobre cómo gestionar la envidia:

  1. identificarla (qué cosas te molestan)
  2. enfocarla (no es oro todo lo que reluce)
  3. superarla: centrarte en tus objetivos y alegrarte por los éxitos de los demás.

Te propongo 5 aspectos de la envidia que te darán pistas sobre el grado de envidia que tienes:

  • 1. Cuando ves a esa persona que lo tiene todo: una familia ideal, un chalet, un marido/mujer guapísima, un trabajo, dinero, … ¿sientes que la vida es injusta contigo?, ¿sientes rechazo hacia esa persona?, ¿desearías en el fondo que algo le fuera mal?
  • 2. ¿Necesitas estar a la última? ¿Ser el primero en comprar el último iPhone, los mejores iPods, la mejor ropa? ¿Ser el centro de todas las miradas? ¿Hablar y hablar porque tienes mucho que decir?

    3. El hecho de que a un compañero le vaya mejor que a ti (un ascenso, por ejemplo), ¿te lleva sin darte cuenta a no querer tratar tanto con él? ¿Te sale inconscientemente evitar encontraros o incluso puedes llegar a romper la amistad sin saber muy bien el motivo?

    4. ¿Te molesta que tus amigos y conocidos hablen o comenten más el perfil de Instagram/ YouTube/etc de otro colega que el tuyo? ¿Sientes que nadie se acuerda de ti para apoyarte y ayudarte en tu difusión, en darte likes, comentar tus fotos…?

    5. ¿Criticas con frecuencia? ¿Tienes una necesidad imperiosa de comentarlo todo: cómo va esa o aquella vestida, los zapatos del otro, si juega a golf o si esquía; sí se ha hecho mechas o su rubio es peor que el tuyo; si sus logros son merecidos o por enchufe?

    Hasta aquí el test. ¿Qué tal te ha ido? He querido centrarme sólo en cinco aspectos de la envidia porque creo que son los más cotidianos en nuestras vidas.

    La realidad es que detrás de esa envidia escondida hay, casi siempre, un corazón un poco perdido y necesitado de amor. Una persona insatisfecha con su vida o que se siente inferior a los demás.

    La envidia es muy sutil y nos enreda para que no la veamos, pero si queremos ser felices necesitamos conocernos, ser sinceros con nosotros mismos, encararnos y coger fuerzas para hacer autoexamen y empezar el cambio. Ese cambio que sólo podemos hacer cada uno pero que nos llevará sin duda a ser más felices.

    ¿Quieres conocerte mejor? Habla con un amigo (de esos que te dan por saco cuando quieres una palmadita), alguien que te quiera de verdad; y si no, con un sacerdote, seguro que sabe guiarte. Y en última instancia aquí me tienes, (una servidora siempre dispuesta a echar un cable).

    Pero no lo dejes para más adelante. El jardín de enfrente es siempre más verde que el propio pero si nos pusiéramos en sus zapatos es probable que prefiriéramos nuestra vida a la de los demás.

    Por eso es fundamental hacer una lista de la cantidad de cosas, personas, virtudes, logros o incluso proyectos emprendidos -aunque no triunfaran- que has hecho en tu vida.

    Una vez que empieces a fijarte en tus zapatos y no en los del vecino dedicarás tus esfuerzos en ponerte objetivos para crecer tú, independientemente de cómo les vaya a los demás. Te olvidarás de su jardín, de lo ideales que son sus hijos y de lo arreglada que va siempre la vecina: ¡porque te dará igual!

    Espero haberos ayudado un poco y que entre todos ¡aportemos nuevas ideas!

    Y si lo compartes con amigos y familiares te lo agradeceré yo (y también ellos, jeje).

    ¡No tengáis miedo! Todo va a salir bien

    Hoy resuenan con fuerza en mi corazón estas palabras de san Juan Pablo II: «No tengáis miedo!».

    No tengáis miedo del Coronavirus, no dejéis que el pánico se apodere de vuestros hogares, Dios nos invita a confiar en Él.

    No temáis al tiempo que durará o a las consecuencias que tendrá: Dios sabe más. Y de esta pandemia que genera tanto sufrimiento, el Señor -que llora con cada uno de nosotros- está ya haciendo grandes milagros en todo el mundo.

    Dejemos que Dios sea Dios

    Sentid el amor de Cristo en vuestros corazones y preguntadle cada día en la intimidad de vuestra habitación: ¿qué quieres de mí hoy, Jesús?, ¿qué quieres de mí en esta circunstancia en concreto?

    A mí me pide oración y, sobre todo, oración en familia; pasar tiempo de calidad ¡y en cantidad! con mi marido y mis hijos. No sé cómo será mi vida mañana, ni si me permitirá la salud llevar a cabo alguna de las ideas maravillosas que me han llegado por las redes; pero no temo al mañana.

    Jesús está en mi corazón, le siento cada día más cerca de mí y eso me basta. Me siento en sus manos amorosas y sé que nada malo puede pasarme porque Él está conmigo: me lleva de la mano y me cuida como a la más pequeña de sus niñas.

    Vivo al día (o lo intento, porque tengo una paciencia que brilla por su ausencia 😅). Me enfado a ratos, me pongo nerviosa, el mundo se cae sobre mí: los peques en casa, sin tiempo para organizarme y con la sensación de que todo es un caos y no hago nada más que gritar y cansarme.

    Pero después me río, porque veo a Jesús a mi vera y me da paz.

    Todo está bien Inés, yo lo he dispuesto así. Y me enseña algunos momentos bonitos vividos en el día: hoy Nacho ha hecho la comida él solito y has desayunado con tus peques con calma, has podido charlar con algunas amigas por teléfono, Jorge ha llegado pronto, has podido rezar con los niños y orar en Mi Presencia (el Santísimo expuesto en directo online). Realmente, ha sido un gran día.

    Y le doy las gracias por recordarme lo precioso de este día, por borrar de mi corazón ese miedo a estar haciéndolo mal, a no poder con esto; y le pido perdón por las veces que me he enfadado con sus hijos (y también nuestros) y le pido LUZ al ESPÍRITU SANTO para tener a Dios mañana muy presente todo el día: ¡Señor, que vea!

    Pd. Y en cuanto he terminado de escribiros se ha montado en casa la de sanquintin, antes de acostarse, jaja! ¡Ay Señor dame paciencia! En esos momentos, y ya cansados de todo el día, ¡me los comería a cada uno! Aiiiissss!!! Si es que es precioso lo que nos dices Jesús: ¡pero ayúdanos más, que somos de barro y solos no podemos vencer nuestras limitaciones!!!!

    ¡Nadie te ha pedido que lo hagas!

    Empatizo mucho en las discusiones con quien recibe como respuesta en mitad de la pelea: «nadie te ha pedido que lo hagas». Siempre me sale de forma automática un reproche hacia quien la dice porque me resulta poco agradecida, ¡encima de que lo ha hecho!

    Pero hoy he descubierto que me equivocaba. Son muchas las veces que por intentar hacer el bien sobrepasamos los límites de la libertad y el espacio de los demás.

    Ha sido leyendo el Evangelio (Marcos 6, 53-56). He visualizado perfectamente la escena: Jesús está cansado, ¡lleva meses predicando! y la gente no deja de agolparse a su alrededor para tocarle el manto y quedar sanos.

    A mí la escena me agobia. No me gustan las multitudes y mi afán de ayudar me lleva a ponerme cual sargento a organizar a la gente; a mantener una fila ordenada, en la que Jesús tenga algo de espacio, un rato para que pueda comer y descansar… (lo que yo querría para mí, vamos).

    Pero de repente me doy cuenta de que se me ha olvidado un pequeño detalle: yo no soy Jesús. Y al mirarle veo que tiene una sonrisa de oreja a oreja, que Él disfruta con cada una de esas personas y las va llamando por sus nombres; las mira con cariño y se deshace en ternura.

    Y entonces veo que me mira a mí. Y su mirada desprende compasión. Me ve agobiada, intentando que no le atosiguen, que le dejen un rato en paz pero Él no quiere eso, ¡nadie me ha pedido que haga eso! Jesús quiere que yo disfrute junto a Él, pero yo estoy a lo mío.

    Y entonces, ha dicho también mi nombre. Quiere que cante de alegría con los que ya se han curado, que alce mi voz y grite: «Gloria a Dios». Que me una a la fiesta.

    Ahora me doy cuenta de que es exactamente lo que me pasa cada día de mi vida aquí en la tierra. Que me enfado con esta hija porque deja la mochila tirada, y con el otro porque no se mete en la ducha o no hace la tarea, …

    Y Jesús me mira y me dice: ¡disfrútalos, que crecen muy deprisa!

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    Qué razón tienes… ahora sólo quiero sonreír, dar gloria a Dios porque han llegado del colegio y puedo estar con ellos un día más. Y les corrijo con cariño mientras les acompaño y me cuentan las cosas que han pasado hoy en el cole.

    Ahora el desorden me da igual, y si no da tiempo a limpiar, tampoco importa porque la sonrisa que tienen de que en casa haya alegría no tiene precio.

    Y termina el día, y estoy cansada; cansada pero feliz porque me he centrado en lo que Tú, Jesús, querías para mí: que DISFRUTARA de la fiesta, de esta vida que me has regalado.

    Pero como la cabra siempre tira al monte… hoy me pongo a tus pies, Jesús, y te pido con todo mi corazón, con toda mi alma y con todo mi ser, que me enseñes a disfrutar, a vivir la vida como Tú la pensaste y no como yo me empeño en (mal)vivirla.

    ¿Os ha pasado alguna vez algo del estilo? ¿Qué cosas o trucos os han ayudado a superarlo?

    Estoy harta de pedir perdón siempre yo

    Cada vez que nos enfadamos soy yo la que tiene que bajar la cabeza y pedir perdón; y ya estoy cansada, la verdad. Y, ¿sabéis qué es lo mejor? Que si le preguntáis a él, seguro que os dirá lo mismo…

    Y es que es así.

    Es mucho más fácil -y muy tentador- darle vueltas a la situación que ha generado la discusión que pararse a mirarla desde fuera y ver dónde podías haber actuado tú mejor.

    Y una vuelta, y otra, y dale que te pego: «Porque ¿¡es que no se da cuenta de que tal…!?», «pero, ¿¡cómo me puede decir eso!?», «es que ¡ya podía haber hecho esto otro!»… podríamos estar así horas, ¡incluso días! Ronroneando por dentro, rumiando y haciendo una bola bien grande de cualquier bobada.

    Pedir perdón cansa, supone humillarse, bajar la cabeza y reconocer que se ha metido la pata; que no se es perfecto.

    Y todo por no pedir perdón a la persona que tienes al lado -que, por otra parte, suele ser a la que más quieres del mundo-. Todo por no «volver» a reconocer que uno se ha equivocado, por esperar a que sea el otro quien dé el primer paso.

    Porque puede que él se haya equivocado, es muy probable que lo haya hecho ya que es tan humano como tú, pero en esta parte de la relación te toca a ti, y sólo a ti, examinar dónde te has equivocado tú.

    Y una vez que te des cuenta de que tu reacción ha sido exagerada, de que has contestado con un tono de voz elevado -y eso nunca está bien-, de que le has dejado con la palabra en la boca o de que le has insultado por equivocarse (o quizá más por desahogarte que porque realmente se lo mereciera).

    Es el momento de pedir perdón.

    ¿Y sabes qué? Da lo mismo quién sea el primero porque lo importante es reconciliarse. Si él no lo hace, será que necesita leer este post para saber que tiene que examinar dónde se ha equivocado, ¡ja,ja! No le des más vueltas, cuanto más tardamos en pedir perdón más cuesta.

    Porque la bola del «yo» se va haciendo cada vez más grande y, con ella, la distancia entre los dos. Y casi siempre el origen del problema está en una chorrada, que si lo piensas fríamente: es una chorrada que no vale ese enfado, esa distancia, ese cabreo.

    Vuestro amor, vuestra historia, vuestras vidas están muy por encima de esas llaves fuera de su sitio o de ese recado que ha vuelto a olvidar.

    Porque está claro que en toda discusión la culpa es siempre de los dos (siento decirte que si no lo ves, puede que no estés haciendo bien tu parte del examen…).

    No siempre es fácil darse cuenta de dónde se ha metido la pata, por eso, cuando os hayáis serenado, te recomiendo acercarte con la mente abierta al otro y decírselo con toda la humildad del mundo: LO SIENTO, NO QUERÍA OFENDERTE, ¿QUÉ HE HECHO MAL? POR FAVOR, DÍMELO

    Porque, ¿a quién le gusta estar enfadado?, ¿de mala gana? ¡Ni a ti, ni a nadie! Así que (no dejes que el demonio enrede) y corta esa distancia cuanto antes.

    Y si te supera: no dejes de ver la peli de «El mayor regalo«, de Juan Manuel Cotelo: IM-PRE-SIO-NAN-TE. Os la recomiendo 100%. Es tipo documental pero engancha desde el minuto uno y no tiene desperdicio.

    ¿Qué haces tú cuando sientes que siempre te toca pedir perdón a ti?, y lo más importante: ¿¿funciona??

    Qué a gusto se está siendo «del montón»

    Cómo me gusta pasar desapercibida en los eventos sociales. No hay nada que me ponga más nerviosa que ser el centro de atención. Y quizá tú también seas de esos que evitan las reuniones multitudinarias y mucho más acaparar el protagonismo en alguna de ellas.

    Yo lo he achacado siempre a la timidez, soy tímida, ¡qué le vamos a hacer!; sin embargo, hoy me he dado cuenta de algo importante y que creo que debo examinar a fondo: ¿no será, en parte, que no quiero que se me vea para poder ir a mi aire?; si eres el anfitrión o el protagonista de un evento no te queda otra que atender a todo el mundo.

    Saludar a unos y a otros, sonreír, no comer para poder seguir saludando. Escuchar a este y aquel, que quizá sean un poco cansos… Tal vez decir unas palabritas delante de todo el mundo y exponerte a tropezar, a meter la pata, a no llevar el vestido apropiado, a que el discurso no guste a todos,…

    Pienso que puede ser que sí lleve algo de egoísmo escondido por ahí, pero tampoco es algo que me preocupe; tal vez lo contrario podría llenarme de soberbia, querer ser el centro de todas las miradas,… así que con encontrar un equilibrio creo que bastaría.

    Pero, ¿sabes qué? En la vida espiritual puede pasarnos lo mismo y ahí sí puede ser importante:

    «Soy católico, creo en Dios, voy a misa, … y voy haciendo lo que puedo, sin agobios».

    Esta era yo, (y soy todavía a menudo), porque ¡es tan cómodo ir a mi aire!

    Pero para Jesús no somos uno más del montón, para Él no pasamos desapercibidos, somos sus protagonistas, sus hijos únicos, sus enamorados.

    Dios conoce la mejor versión de nosotros mismos porque es Él quien nos ha creado, y se desvive para que la alcancemos y seamos felices.

    Por eso ahora, me doy cuenta de lo egoísta que soy a veces, de que quizá Dios tenga unos planes increíbles para mí y yo me esté conformando con «ir tirando».

    Por eso quiero pedirte perdón, Jesús. Porque quizá esos proyectos nunca salgan porque yo prefiero estar en mi rinconcito, sin molestar a nadie y sin que me molesten (¡y puede que hasta quejándome porque no soy feliz!).

    Os confieso que este blog nunca habría existido de no ser porque Dios llevaba años diciéndome que me lanzara. No me gusta escribir, ni cómo escribo, así que mucho menos quería yo que nadie leyera lo que escribía, ¡qué vergüenza por Dios!

    Pero mírame. Aquí estoy, y sois tantos los que últimamente me decís lo mucho que os ayudan mis palabras que, gracias a vosotros, me he dado cuenta de lo importantes que somos cada uno de nosotros y la capacidad que tenemos de ayudar a los demás si nos decidimos a escuchar a Dios y seguir sus pasos.

    Nosotros no tenemos que hacer gran cosa, creedme que es Él quien nos lleva; pero saliendo de nuestra comodidad, de nuestro anonimato con Dios, y poniéndonos cara a cara con Él, a su disposición, para lo que quiera de nosotros, nos irá mostrando el camino para ser instrumentos suyos.

    Y si toca ser protagonista, ¡bendito sea Dios! Ya te ayudará a llevarlo bien, no te preocupes. Porque además, normalmente, cuando Dios es quien nos lleva es Él quien se lleva los aplausos, ¡y menos mal!

    Cuántos santos habrá en el cielo que en esta vida pasaron muy desapercibidos y, sin embargo, gracias a ellos muchas otras almas fueron al cielo también. Gracias a su disposición, a su generosidad; saliendo de su comodidad, de ese «montón» tan agradable para servir a Dios en lo que Él quisiera.

    Y si te crees incapaz de lo que Dios te pide… ¡bienvenido al club! Ja,ja! Pero es que nosotros sólo somos el granito de levadura, es Él quien lo transforma todo. Así que te animo a ponerte en silencio y escuchar en tu corazón lo que Dios está deseando mostrarte. Y, después, ¡fíate y adelante!

    «Quiéreme cuando menos lo merezca…»

    Cuando era niña -o más bien adolescente-, había una costumbre entre las amigas de escribirnos dedicatorias sobre amistad en las carpetas, reverso de fotos de carnet e incluso en la camiseta el último día de campamento.

    Hace unos días, haciendo «limpia de papeles», encontré la foto de una amiga, y al voltearla leí esta frase:

    «Quiéreme cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite»

    ¡Seguro que sigue de moda entre las adolescentes, ja,ja! Hay tanto fondo en esa frase… Y no sé porqué la he asociado a nuestros mayores. A esos padres y madres que con la edad se vuelven quizá más cabezotas, gruñones, maniáticos y antipáticos.

    Me he imaginado a mí de mayor, deseando de todo corazón que mis hijos, aunque mi carácter se amargue y no lo merezca, no me levanten la voz; sigan respetándome y queriendo como a lo hacen ahora.

    Y me he acordado de esa imagen en el parque, en la que un señor -ya mayorcito- gritaba y tachaba de loco al anciano que le acompañaba. Impaciente, le cogía del brazo a su padre, y le reprendía como si de un niño se tratara.

    Y yo me estremecía pensando: «ya será duro verse uno limitado por la edad, despidiéndose de los amigos -uno a uno, porque a todos nos llega la hora-; sintiendo la soledad de no tener ya con quien compartir los miedos y tristezas de la vida, con la sensación de ser un estorbo para quienes más quieres».

    ¡Y que encima te lo hagan sentir! Me parece el colmo de las torturas, por mucho que tu padre o tu madre se hayan hecho mayores, te repitan todo mil veces o tarden horas en desayunar.

    Porque una madre y un padre, lo merecen todo. Por el simple hecho de habernos dado la vida, de haber sacrificado tantos placeres personales por nuestra educación, por haber pasado tantas horas en vela por nosotros…

    Hoy te invito a que, si en algún momento de tu vida has faltado a la caridad con tu padre o con tu madre, le has gritado, menospreciado o ignorado: te armes de valor para pedirles perdón de corazón y les abraces como cuando eras niño, sin rencores, con cariño.

    Porque lo necesitarán seguro, y ¿qué hay más grande que el abrazo amoroso de un hijo?

    ¡Feliz semana!

    ¿Damos la talla como padres, como pareja, como amigos?

    Nos sabemos muy bien la teoría porque la aplicamos de boquilla a todas horas: «la tele sólo los fines de semana», «se come todo aunque no te guste», «la ropa recogida y bien doblada en el armario», «las chuches sólo el fin de semana», «las manos lavadas antes de cenar», «obedece a la primera», «la tarea con buena letra», …; y podría seguir horas y horas con cosas que exijo a mis hijos cada día.

    Y al pensarlo, me doy cuenta de lo alto tienen el listón nuestros hijos; bueno, nuestros hijos y nuestros maridos/mujeres, amigos, compañeros de trabajo, etc; porque pensamos que siempre se puede estar un poco más pendientes de los demás, echar una mano con algo, sacar un rato para un café o hacer una llamadita, …

    Lo peor es que cuando miramos nuestro propio ejemplo, vemos que ¡ni siquiera nosotros damos nuestra propia talla!: no podemos vivir sin ese ratito de tele cuando los peques duermen -aunque a menudo nos decimos que estaría bien aprovecharlo para leer, coser o tocar la guitarra-.

    ¿Y qué me decís de esa cervecita al final del día?, ¡es demasiado tentador para dejarlo solo para el fin de semana!

    No sé a vosotros pero reconozco que mis zapatos no siempre están perfectamente ordenados y, quien dice zapatos, dice el bolso, el jersey o las facturas y papeles que van llegando; por no hablar de las veces que la cama se queda sin hacer o los platos en el fregadero porque se nos ha hecho muy tarde.

    ¿Por qué me falta paciencia?

    Cuando perdemos la paciencia con nuestros hijos, con nuestra pareja, con nuestros amigos, lo hacemos básicamente porque vemos que no cumplen nuestras expectativas: «no dan la talla». Pero las relaciones personales no se basan en que todos hagan lo que tú crees que tienen que hacer para ser mejores sino en crecer juntos.

    Está genial aspirar a ser cada día mejores y ayudar a los demás a serlo pero sin olvidarnos de algo fundamental: estamos todos en la misma batalla.

    El camino de crecimiento es un recorrido que se hace de la mano de quienes nos rodean, no corrigiéndoles a todas horas cual sargentos. Se trata de acompañar, comprender, ayudar a levantarse cuando uno cae, pedir ayuda en lo que no sabemos y mostrar el camino con nuestro ejemplo en lo que se nos da mejor.

    Los errores y defectos de los demás no están ahí para que tú los corrijas, no son más que un espejo en el que poder mirarnos para ser capaces de ver nuestras flaquezas y, una vez identificadas, pedir perdón y tratar de rectificar.

    Diciéndole a tu pareja o a tu hijo que es un egoísta no conseguirás que deje de serlo.

    Muéstrale con tu ejemplo cómo puede ser más generoso y pídele perdón cuando seas tú el egoísta, verás que sus ojos se irán abriendo y, desde el cariño y la comprensión, su corazón también será más receptivo para recibir correcciones hechas desde el amor, no desde la ira o el rencor.

    Y lo mismo con los hijos, nuestros padres, amigos, compañeros…; si nos fijáramos más en sus virtudes para aprender de ellos, y viéramos sus defectos como una oportunidad para examinarnos a nosotros mismos, nuestras relaciones personales crecerían constantemente.

    ¿Cómo eres tú con tus familiares y amigos? ¿Te animas a crecer junto a ellos?

    ¿Qué hace una mujer como tú con un tipo como ese?

    Ayer una amiga me contó algo que le había sorprendido mucho. Se encontró con una vecina con la que charla de vez en cuando en el ascensor. Una señora mayor, muy guapa y elegante, cariñosa y entrañable. De estas de cuento, vamos. De repente, se acercó a ella un señor muy feo, arrugado, sin dientes, refunfuñón y mal vestido. ¡Era su marido! «¿Cómo puede estar una señora tan ideal con semejante tipo?», me comentaba alarmada.

    Y es que, el amor es lo que tiene. No me refiero a ese refrán, que no me gusta nada, de que «el amor es ciego», porque no lo es, sino de que cuando conoces a alguien, y le quieres, tu mirada hacia esa persona cambia.

    No ves sólo la fachada, la belleza exterior, sino sobre todo su corazón, tus recuerdos sobre esa persona: los detalles, actitudes, comportamiento, valores, … ¿Cuántos amigos han acabado enamorándose?; quizá cuando se conocieron hasta se resultaban feos, pero su historia personal compartida, los detalles y vivencias de los años hacen que un día puedan ver más allá y, entonces, sólo vean ya la belleza de su alma, la pureza de su espíritu.

    Cuando sólo discutimos

    Sin embargo, cuando en nuestra vida nos centramos en nosotros mismos, en nuestros intereses, pasa justo lo contrario: lo que antes era hermoso, pasa a ser un montón de defectos que me desquician. Por eso, si en algún momento ves que tu marido -o tu mujer- ya no te atraen, limpia tu mirada, porque es muy probable que lo que te pase sea que estés siendo egoísta, que quieras que sea como a ti te interesa, y no tal y como es.

    Y si ves que no puedes, porque todos pasamos temporadas malas -a veces muy malas-, en las que ¡hasta el tío mas guapo, bueno y listo del planeta nos parecería imbécil!, pide al Señor que te enseñe a verle con sus ojos. Alucinarás, porque no sólo dejarán de ser defectos, sino que además, te parecerán positivos, porque aprenderás a quererlos, a que os unan y os hagan crecer como pareja.

    Algunas cosas sobre las que no tienes ningún derecho a opinar

    Pensar distinto no hace a los demás ser mejores o peores que nosotros, simplemente los hace diferentes. Breve reflexión sobre el respeto y su importancia en el matrimonio

    En una de nuestras primeras citas, que nunca olvidaré, mi querido marido se pidió unas pochas. Y, claramente, no pasaría nada si no fuera porque ¡estábamos a más de 30 grados! Durante muchos años no lo entendí, algo tan simple como eso me tenía loca: ¿¡Cómo puedes pedir pochas en pleno agosto!?

    Cada vez que salíamos a comer o cenar por ahí, yo miraba el menú, sopesaba los distintos platos y elegía por regla general algo que en casa no íbamos a cocinar: bien por elaboración, bien por precio. Y de repente oía que él pedía: ¡pechugas de pollo!

    Se me encendían las alarmas y empezaba la persecución: «pero cariño…, ¿pechugas?; si las comemos mucho en casa…, pero si son tiradas de precio…, ¿no prefieres el hojaldre relleno de carne y setas que es difícil de preparar?, las pechugas puedes comerlas mañana si quieres…».

    El pobre acababa comiendo lo que yo le decía, imagino que sólo por no seguir oyéndome (¡y no me extraña!, ¡santo varón!). Menos mal que por fin, hace ya un tiempo, me di cuenta de que mis intereses no tenían por qué coincidir con los suyos.

    Para mí, «elaboración» era lo primero; pero, ¿y si para el otro lo primero es el sabor?, o ¿¡el equilibrio en la dieta!?, o ¿el precio? Son razones igual de válidas para elegir qué comer.

    Tus criterios no son siempre mejores que los de los demás

    Lo bueno de esta anécdota es que me hizo reflexionar y extrapolarla al resto de aspectos de la vida: el color del coche, la forma de vestir, los libros, los hobbies, las series, vivir en el campo o en la ciudad, colegio público o privado, comprar o alquilar, …

    Con frecuencia nos sentimos con derecho a opinar sobre las decisiones que toman los demás, «para ampliar sus miras» o «por si no se han dado cuenta» pero, sin querer, podemos estar tratando de imponer nuestros criterios, incluso creer que son mejores que los suyos.

    Aún me queda mucho por aprender, pero he empezado por sonreír y alegrarme cuando mi marido pide pechugas de pollo, ensalada o pochas (en pleno agosto). Porque come lo que le da la gana, ¡sin que nadie (yo) le juzgue!, y es feliz.

    Algo «tan simple» puede llegar a quemar la relación más perfecta así que os animo a esforzaros en respetar las opiniones de los demás, teniendo en cuenta que quizá sus criterios no sean los mismos que los tuyos.

    ¿Te ha pasado algo parecido alguna vez?