¿Cuántas veces has invitado al cura a comer a tu casa?

En las pelis de antes era muy típico ver a los feligreses llevando alguna comida preparada con cariño al cura del pueblo o invitarle a comer después de la misa del domingo.

Esta costumbre, al menos en mi entorno, se ha perdido. Pero a raíz de un comentario del Evangelio que hice en Instagram y que llevaba por título: «los curas también comen pizza» surgieron mil conversaciones de todo tipo en torno a eso, y lo mejor de todo: por fin invitamos a un sacerdote a cenar a casa.

Y digo por fin porque llevaba más de tres años, desde que empezó mi dolencia, esperando a estar bien para cocinar algo «digno para un cura» (ideas tontas que se le meten a una entre ceja y ceja…); ¡menos mal que el Señor me hizo ver que el menú es lo de menos!

El caso es, que el otro día mientras estaba Jorge (el invitado) con nosotros, hablamos de la soledad de muchos sacerdotes en los pueblos, sobre todo en esta zona de España en la que la fe ha caído en picado.

Y pensamos en acercarnos un sábado a pasar el día a un pueblo que él atiende y quedar con el cura de allí, hacer una barbacoa o algo similar y me dijo que seguro que le haría mucha ilusión.

Y curiosamente, me he quedado con el run run en mi cabeza porque conozco a varios curas de pueblitos por ahí perdidos y nunca se me ha ocurrido ir a verles y comer con ellos.

Así que nos hemos planteado para este curso visitar cuatro pueblos en los que tengamos alguna relación con el cura que los lleve y preparar un picnic, un arroz, caldereta o lo que se tercie y pasar un día en familia con ellos.

Puede que vayamos sólo los seis o que invitemos a otras familias, ¡se irá viendo! Pero lo que está claro es que tenemos que cuidar más de nuestros sacerdotes, para que sean santos.

Tienen una vocación maravillosa, de eso no cabe duda, pero son personas y también necesitan sentir que no están solos, que tienen una familia -la Iglesia entera- que vela por ellos y no los abandona.

Pero como el demonio ataca por ahí, es importante que les digamos y demostremos que no están solos: ¡os queremos y admiramos muchísimo! y no os lo decimos porque no se nos ocurre. Pero es así.

Quizá venga bien releer hoy el post de hace ya un tiempo: el cura de mi parroquia está loco. Y también tal vez sea un buen momento para que cada uno de nosotros pensemos si no podríamos acoger mejor a los curas que tengamos más cerca.

¿Os imagináis? Si cada familia que lea este post decide invitar a su párroco, ¡serán muchas vocaciones sacerdotales fortalecidas!

¿Quién se apunta? Y si lo hacéis, ¡compartid la experiencia! Así nos recordáis al resto que los sacerdotes son familia y nos necesitan! Estoy segura de que Dios os bendecirá a vosotros y a vuestros hijos, y ¡todos saldremos ganando!

¿Por qué grito tanto a mis hijos?

Es agotador, de verdad. No llevo ni cinco minutos con ellos en casa y ya estoy gritando: «la mochila recogida», «los zapatos en el armario», «¿quieres colgar el abrigo, por favor?».

En serio, es así muchos días y varias veces, no creas que lo digo una y ya lo hacen. Entonces a la quinta empiezo a calentarme y el tono sube: «¿¡por qué sigue aquí en medio la mochila!?, «¿qué pasa, que si no estoy encima no lo haces?», ¡¿pero quieres quitar esos zapatos del pasillo!!!??

La loca de la casa, con el agravante de que cuando grito, el dolor de espalda aumenta, me canso y me cabreo aún más.

Y, sinceramente, cuando me paro y lo pienso veo que no es culpa de ellos. Yo era igual, los hijos de mi amiga son iguales, y probablemente los tuyos también ¿o no?

Si no te pasa esto dinos en los comentarios cómo lo haces, por favor, porque yo sueño con que en mi casa haya más paz y alegría (y algún que otro grito menos). A ver, que no es todo tan trágico pero es que hay días que me los comería.

Lo curioso es que, gracias a mis hijos -y a lo fácil que resulta ver la raíz de los problemas cuando no es uno el que está metido en ellos-, he descubierto que la mayor parte de la solución está en mi mano.

Es una constante que cuando le riño a alguno de mis hijos porque ha hecho algo mal, lo siguiente que hace de forma instintiva es salir enfurruñado hacia su habitación y soltarle al primero que pilla un par de rapapolvos por lo que sea que podía haber hecho mejor (¡eso no se hace así!, ¡has dejado eso tirado!, ¡eso es mío!…).

Es como si el hecho de fijarse en que los demás tampoco son perfectos quitara hierro a sus propios defectos.

Y eso es lo que me ha hecho pensar que quizá cuando yo grito es porque hay algo en mí que no funciona y reacciono de la misma forma «instintiva» que mis hijos.

A veces es porque estoy cansada o con mucho dolor pero, pensándolo mejor, he de reconocer que la mayoría de las veces es porque he perdido el tiempo con el móvil y tenía que hacer algún recado, o porque tengo muchas cosas pendientes y no avanzo con ninguna por pereza, o porque un proyecto en el que había invertido tiempo no ha salido (véase intento de hacer la compra online y no conseguirlo después de tres horas con la pantallita).

Y es en ese momento cuando inconscientemente pretendo que ya que mi persona está llena de defectos y limitaciones, mis hijos van a ser «perfectos»

Pero, obviamente son niños y, sobre todo, personas por lo que no consiguen ni de lejos responder a mis expectativas de perfección y se equivocan.

Y entonces salto cual hiena pensando que si les exijo orden serán ordenados, que si no consiento ni medio despiste harán las cosas bien y que si aprenden de pequeños que primero se hace lo importante y luego ya -si sobra tiempo- se juega, de mayores no perderán el tiempo con bobadas en el móvil 🙄.

Es bastante evidente, viéndolo así, que si en mi casa hay gritos no será porque mis hijos no sean maravillosos. Muy en la línea de esto, me encantó una charla que tuvimos el otro día en el cole.

Nos explicaron que la función de los padres es educar acompañando con cariño, no obligando. Por ejemplo, si quiero que uno mejore en el orden y que guarde los zapatos en su sitio, se lo digo y voy con él -hasta que coja el hábito- (no se lo digo y me largo a hacer la cena). O si quiero que sean piadosos y recen por las noches, yo soy la que se arrodilla y reza, y ellos si quieren rezarán conmigo.

Y así con todo. Sin enfadarnos. Nuestros hijos no son perfectos ni es nuestra misión que lo sean. Es mucho más importante que nos vean alegres y sepan que les queremos como son, a que sean ordenados, obedientes y muy piadosos por miedo a los gritos de papá y mamá. Y además, ¡tampoco funcionan, ja, ja!

Acompañándoles les demostramos con el ejemplo que lo que estamos haciendo es importante: porque papá y mamá lo hacen conmigo, dedican tiempo a esto en concreto. Y está claro que para acompañar, hay que estar; así que ojo con los que cada día llegan más y más tarde a casa: los hijos necesitan tiempo con sus padres.

¿Damos la talla como padres, como pareja, como amigos?

Nos sabemos muy bien la teoría porque la aplicamos de boquilla a todas horas: «la tele sólo los fines de semana», «se come todo aunque no te guste», «la ropa recogida y bien doblada en el armario», «las chuches sólo el fin de semana», «las manos lavadas antes de cenar», «obedece a la primera», «la tarea con buena letra», …; y podría seguir horas y horas con cosas que exijo a mis hijos cada día.

Y al pensarlo, me doy cuenta de lo alto tienen el listón nuestros hijos; bueno, nuestros hijos y nuestros maridos/mujeres, amigos, compañeros de trabajo, etc; porque pensamos que siempre se puede estar un poco más pendientes de los demás, echar una mano con algo, sacar un rato para un café o hacer una llamadita, …

Lo peor es que cuando miramos nuestro propio ejemplo, vemos que ¡ni siquiera nosotros damos nuestra propia talla!: no podemos vivir sin ese ratito de tele cuando los peques duermen -aunque a menudo nos decimos que estaría bien aprovecharlo para leer, coser o tocar la guitarra-.

¿Y qué me decís de esa cervecita al final del día?, ¡es demasiado tentador para dejarlo solo para el fin de semana!

No sé a vosotros pero reconozco que mis zapatos no siempre están perfectamente ordenados y, quien dice zapatos, dice el bolso, el jersey o las facturas y papeles que van llegando; por no hablar de las veces que la cama se queda sin hacer o los platos en el fregadero porque se nos ha hecho muy tarde.

¿Por qué me falta paciencia?

Cuando perdemos la paciencia con nuestros hijos, con nuestra pareja, con nuestros amigos, lo hacemos básicamente porque vemos que no cumplen nuestras expectativas: «no dan la talla». Pero las relaciones personales no se basan en que todos hagan lo que tú crees que tienen que hacer para ser mejores sino en crecer juntos.

Está genial aspirar a ser cada día mejores y ayudar a los demás a serlo pero sin olvidarnos de algo fundamental: estamos todos en la misma batalla.

El camino de crecimiento es un recorrido que se hace de la mano de quienes nos rodean, no corrigiéndoles a todas horas cual sargentos. Se trata de acompañar, comprender, ayudar a levantarse cuando uno cae, pedir ayuda en lo que no sabemos y mostrar el camino con nuestro ejemplo en lo que se nos da mejor.

Los errores y defectos de los demás no están ahí para que tú los corrijas, no son más que un espejo en el que poder mirarnos para ser capaces de ver nuestras flaquezas y, una vez identificadas, pedir perdón y tratar de rectificar.

Diciéndole a tu pareja o a tu hijo que es un egoísta no conseguirás que deje de serlo.

Muéstrale con tu ejemplo cómo puede ser más generoso y pídele perdón cuando seas tú el egoísta, verás que sus ojos se irán abriendo y, desde el cariño y la comprensión, su corazón también será más receptivo para recibir correcciones hechas desde el amor, no desde la ira o el rencor.

Y lo mismo con los hijos, nuestros padres, amigos, compañeros…; si nos fijáramos más en sus virtudes para aprender de ellos, y viéramos sus defectos como una oportunidad para examinarnos a nosotros mismos, nuestras relaciones personales crecerían constantemente.

¿Cómo eres tú con tus familiares y amigos? ¿Te animas a crecer junto a ellos?