Qué gusto juntarnos la familia, pero ¡qué paz cuando se van!

¿Quién no ha oído, dicho o pensado esta frase alguna vez? En Navidad, normalmente lo dicen a los que “les toca” recibir en casa a toda la familia, o también a quienes viven con sus padres y sienten una invasión en su casa que es difícil de gestionar.

Y es verdad, el amor cuesta porque exige salir de uno mismo y estar pendiente de los demás; darse, centrarse en la alegría y el descanso del otro sin medir cuánto hace cada uno.

(Nadie dijo que fuera fácil)

Ser capaz de disfrutar de cada sonrisa, cada abrazo, cada sobremesa que con los turrones y polvorones, los juegos y las cartas se alargan hasta la cena sin pensar en el jaleo que hay en la cocina.

Suena precioso y lo es para quienes lo consiguen pero en muchas casas es una paliza para los anfitriones. Pasan de la tranquilidad de dos/tres/cuatro personas… ¡a tropecientos!, con lo que eso supone: caos, lavaplatos, cocinar, poner mesas, lavadoras, barrer, planchar… un sobreesfuerzo que fácilmente amarga a cualquiera.

Por no mencionar el gasto que supone; porque sí, a todos nos encanta invitar a comer y a cenar en Navidad, Nochevieja,… ¡pero es que el resto de los días, también se come, se cena, se desayuna y algunos hasta meriendan!

Habría que crear la tradición de poner uno de esos cerditos hucha de barro en la entrada de todas las casas para compartir los gastos.

Es broma, no quiero hablar de dinero, porque la familia es la familia y para los pocos días que nos juntamos todo merece la pena.

Hoy vengo a contaros algo que pasó por mi cabeza el otro día como una luz, haciéndome ver el paralelismo entre las familias que acogen a los suyos estos días y los posaderos de Belén que aquella noche estaban demasiado ocupados para hacerse cargo de María y José.

Ellos no sabían que el niño que la Virgen llevaba en su seno era el Hijo de Dios, el Altísimo, el que tenía que venir, porque de haberlo sabido se habrían desvivido con aquella humilde familia.

Nosotros, sin embargo, sabemos Quien nace cada Navidad, y tenemos la oportunidad de abrir nuestros hogares, nuestros corazones a aquel Niño que ahora viene en cada persona que se sienta en nuestra mesa.

Cuesta, ¡claro que cuesta!, es más cómodo pasar de tanto jaleo: ¿pero no lo harías por ese Niño? Hazlo hoy, mañana, ¡todos los días!, por esos que han venido a tu casa esperando ser acogidos, amados, tal y como son.

Y no te enfades porque “este no hace nada” o el otro es un geta: no dejarías que la Virgen moviera un dedo en la posada aunque estuviera a reventar de gente. Quizá no los veas con claridad pero están ahí, en tu casa: en tu padre, en tu cuñada, en tus sobrinos… en todos ellos; y si tú quieres, gracias a ti, estarán recibiendo el amor que nadie les quiso dar.

¿Y los que se desplazan a casa de algún familiar o amigo para celebrar la Navidad? Sé agradecido ¡Deja de quejarte porque no cabéis o no tenéis un poquito de intimidad!

¿No haríais ese esfuerzo si la Sagrada Familia fuese la que ocupara ese espacio y os obligara a apretaros un poco para poder estar con vosotros?

Estoy segura de que sí, así que ¡abre los ojos y busca a ese Niño en las personas que te rodean! Te necesitan. No esperes a que te pidan ayuda porque no lo harán: adelántate.

Ojalá estas Navidades todos nos sintamos cerca de Belén para darle al Niño Dios lo que tantas veces le hemos negado: un hueco en nuestro corazón que nos ayude a ver el mundo con sus ojos.

¿Cuántas veces has invitado al cura a comer a tu casa?

En las pelis de antes era muy típico ver a los feligreses llevando alguna comida preparada con cariño al cura del pueblo o invitarle a comer después de la misa del domingo.

Esta costumbre, al menos en mi entorno, se ha perdido. Pero a raíz de un comentario del Evangelio que hice en Instagram y que llevaba por título: «los curas también comen pizza» surgieron mil conversaciones de todo tipo en torno a eso, y lo mejor de todo: por fin invitamos a un sacerdote a cenar a casa.

Y digo por fin porque llevaba más de tres años, desde que empezó mi dolencia, esperando a estar bien para cocinar algo «digno para un cura» (ideas tontas que se le meten a una entre ceja y ceja…); ¡menos mal que el Señor me hizo ver que el menú es lo de menos!

El caso es, que el otro día mientras estaba Jorge (el invitado) con nosotros, hablamos de la soledad de muchos sacerdotes en los pueblos, sobre todo en esta zona de España en la que la fe ha caído en picado.

Y pensamos en acercarnos un sábado a pasar el día a un pueblo que él atiende y quedar con el cura de allí, hacer una barbacoa o algo similar y me dijo que seguro que le haría mucha ilusión.

Y curiosamente, me he quedado con el run run en mi cabeza porque conozco a varios curas de pueblitos por ahí perdidos y nunca se me ha ocurrido ir a verles y comer con ellos.

Así que nos hemos planteado para este curso visitar cuatro pueblos en los que tengamos alguna relación con el cura que los lleve y preparar un picnic, un arroz, caldereta o lo que se tercie y pasar un día en familia con ellos.

Puede que vayamos sólo los seis o que invitemos a otras familias, ¡se irá viendo! Pero lo que está claro es que tenemos que cuidar más de nuestros sacerdotes, para que sean santos.

Tienen una vocación maravillosa, de eso no cabe duda, pero son personas y también necesitan sentir que no están solos, que tienen una familia -la Iglesia entera- que vela por ellos y no los abandona.

Pero como el demonio ataca por ahí, es importante que les digamos y demostremos que no están solos: ¡os queremos y admiramos muchísimo! y no os lo decimos porque no se nos ocurre. Pero es así.

Quizá venga bien releer hoy el post de hace ya un tiempo: el cura de mi parroquia está loco. Y también tal vez sea un buen momento para que cada uno de nosotros pensemos si no podríamos acoger mejor a los curas que tengamos más cerca.

¿Os imagináis? Si cada familia que lea este post decide invitar a su párroco, ¡serán muchas vocaciones sacerdotales fortalecidas!

¿Quién se apunta? Y si lo hacéis, ¡compartid la experiencia! Así nos recordáis al resto que los sacerdotes son familia y nos necesitan! Estoy segura de que Dios os bendecirá a vosotros y a vuestros hijos, y ¡todos saldremos ganando!

Educar en positivo: juego de puntos

Hace unos días decidimos poner en marcha una idea que nos contaron unos amigos y que en su casa había funcionado muy bien toda la vida, con la intención de acabar para siempre con los gritos en casa.

Consiste en montar un juego en el que cada acción suma puntos y al final de la semana, estos puntos, son canjeables por cosas, actividades, etc

Ya veis cómo ha quedado nuestro plan de acción, es algo sencillo y rápido de hacer y, al menos de momento, están muy motivados y en casa se respira un ambiente más tranquilo.

Además, fuera de generar competitividad entre ellos he alucinado con cómo se preocupan unos de otros de que todos sumen puntos. Me ha emocionado ver lo buenos que son entre ellos.

Nuestras acciones a día de hoy son cosas que les cuesta más o menos hacer pero que, o tienen que hacer y no les apetece nunca, o puede ayudarles a hacerlo mejor, incluso a responsabilizarse y ser conscientes de las tareas en las que pueden colaborar ya en casa.

Por ejemplo, cosas que les cuestan y que tienen que hacer: sentarse a hacer los deberes, tocar el instrumento, dejar su ropa recogida, hacer su cama, estar callados en la cama,…

Hay otras cosas que hacían de vez en cuando pero que creemos que pueden hacer más a menudo y colaborar en el día a día familiar: poner la mesa, recoger su plato, meter en el lavaplatos, …

Y luego están las cosas que restan puntos (estas no les gustan nada, jaja), son las que no contribuyen a la armonía familiar: gritar, pegar, ser caprichoso, decir que «no»,…

Ya veis que la puntuación va en función de lo que sabemos que les supone más o menos esfuerzo hacerlo, ¡y hay que ser generosos!; al final del día los sumamos y van aumentando su puntuación a lo largo de la semana.

Hay otro panel en el que ponemos «el precio» de cada cosa:

Una chuche (25 puntos); un chicle o chupachus (50 puntos); un cromo, stack o pegatina (50 puntos); 30 minutos de TV (100 puntos); 30 minutos para jugar en pantallas (200 puntos); aperitivo el domingo (300 puntos); comer fuera (700 puntos); invitar a un amigo a casa (1000 puntos); ir a casa de un amigo a jugar (2000 puntos); pizza cena (1000 puntos); elegir peli (300 puntos); ir al cine (5000); un libro nuevo (300 puntos), …

Y lo bueno que tiene es que pueden sumar puntos entre todos para hacer un plan familiar (véase un cine, una excursión, comer por ahí,…). Ya iré ajustando las puntuaciones si veo que lo consiguen todo, jaja; pero en el fondo se trata de echarles una mano en las «obligaciones» cotidianas; seguirán teniendo más o menos lo mismo solo que habrán contribuido a conseguirlo.

¿Qué os parece?, ¿os animáis a hacerlo en vuestras casas? ¿Alguna recomendación? Gracias y ¡feliz semana!

¿Damos la talla como padres, como pareja, como amigos?

Nos sabemos muy bien la teoría porque la aplicamos de boquilla a todas horas: «la tele sólo los fines de semana», «se come todo aunque no te guste», «la ropa recogida y bien doblada en el armario», «las chuches sólo el fin de semana», «las manos lavadas antes de cenar», «obedece a la primera», «la tarea con buena letra», …; y podría seguir horas y horas con cosas que exijo a mis hijos cada día.

Y al pensarlo, me doy cuenta de lo alto tienen el listón nuestros hijos; bueno, nuestros hijos y nuestros maridos/mujeres, amigos, compañeros de trabajo, etc; porque pensamos que siempre se puede estar un poco más pendientes de los demás, echar una mano con algo, sacar un rato para un café o hacer una llamadita, …

Lo peor es que cuando miramos nuestro propio ejemplo, vemos que ¡ni siquiera nosotros damos nuestra propia talla!: no podemos vivir sin ese ratito de tele cuando los peques duermen -aunque a menudo nos decimos que estaría bien aprovecharlo para leer, coser o tocar la guitarra-.

¿Y qué me decís de esa cervecita al final del día?, ¡es demasiado tentador para dejarlo solo para el fin de semana!

No sé a vosotros pero reconozco que mis zapatos no siempre están perfectamente ordenados y, quien dice zapatos, dice el bolso, el jersey o las facturas y papeles que van llegando; por no hablar de las veces que la cama se queda sin hacer o los platos en el fregadero porque se nos ha hecho muy tarde.

¿Por qué me falta paciencia?

Cuando perdemos la paciencia con nuestros hijos, con nuestra pareja, con nuestros amigos, lo hacemos básicamente porque vemos que no cumplen nuestras expectativas: «no dan la talla». Pero las relaciones personales no se basan en que todos hagan lo que tú crees que tienen que hacer para ser mejores sino en crecer juntos.

Está genial aspirar a ser cada día mejores y ayudar a los demás a serlo pero sin olvidarnos de algo fundamental: estamos todos en la misma batalla.

El camino de crecimiento es un recorrido que se hace de la mano de quienes nos rodean, no corrigiéndoles a todas horas cual sargentos. Se trata de acompañar, comprender, ayudar a levantarse cuando uno cae, pedir ayuda en lo que no sabemos y mostrar el camino con nuestro ejemplo en lo que se nos da mejor.

Los errores y defectos de los demás no están ahí para que tú los corrijas, no son más que un espejo en el que poder mirarnos para ser capaces de ver nuestras flaquezas y, una vez identificadas, pedir perdón y tratar de rectificar.

Diciéndole a tu pareja o a tu hijo que es un egoísta no conseguirás que deje de serlo.

Muéstrale con tu ejemplo cómo puede ser más generoso y pídele perdón cuando seas tú el egoísta, verás que sus ojos se irán abriendo y, desde el cariño y la comprensión, su corazón también será más receptivo para recibir correcciones hechas desde el amor, no desde la ira o el rencor.

Y lo mismo con los hijos, nuestros padres, amigos, compañeros…; si nos fijáramos más en sus virtudes para aprender de ellos, y viéramos sus defectos como una oportunidad para examinarnos a nosotros mismos, nuestras relaciones personales crecerían constantemente.

¿Cómo eres tú con tus familiares y amigos? ¿Te animas a crecer junto a ellos?