El perdón: “Hay cosas que no se pueden perdonar”

Cuando era pequeña recuerdo que tenía grabado a fuego en mi corazón el perdón. Si me peleaba con mis hermanos, con amigos, mis padres,…tenía que pedirles perdón y perdonarles, sin rodeos, sin tardanzas; no había alternativa.

Lo de “esto no te lo perdono” no entraba en mi cabeza, era impensable, ¿cómo no voy a perdonar a alguien a quien quiero? ¡Y qué gozada era seguir jugando como si nada hubiera pasado! Era un perdón tan puro, tan sincero y fresco que acababa siendo el inicio de otro juego.

Han pasado ya unos cuantos años y esa bendita inocencia se ha ido perdiendo con ellos hasta el punto de comprender de verdad que hay cosas que no se pueden perdonar. Acontecimientos que han acabado en desgracia, humillaciones, juicios, desacuerdos, … “es imperdonable”; bien por la herida que dejan en el corazón, bien por las consecuencias que conllevan.

¿Cómo voy a perdonar a quien me ha destrozado la vida, me ha robado lo que más quería, me ha tratado como si fuera basura, me ha arrebatado injustamente algo que me pertenecía?

Conocemos, por desgracia, muchas situaciones propias y ajenas, que nos hacen mirar al Cielo y decir, ¿en serio tengo que perdonar algo así?

Hace tiempo escuché una entrevista que le hacían a una víctima del terrorismo en la que esta afirmaba haber perdonado a quienes le habían dejado en silla de ruedas. De primeras me costó creerla: ¿perdonar a quienes intentaron matarle?, ¿por qué iba a hacerlo?

Aluciné, tenía toda la razón. Dijo algo así como que ya le habían robado bastante con el atentado como para entregarles, por culpa del rencor, la vida entera. El perdón le había permitido seguir adelante y ser feliz

Me pareció brutal, además de heroico. Porque es verdad que ante situaciones dolorosas, injustas, nuestro corazón se queda paralizado en esa desgracia, no avanza, no nos deja volver a ser los nosotros mismos; a veces, no llegamos a levantar cabeza nunca. Me viene entonces una gran pregunta:

¿De qué sirve no perdonar? Porque, os aseguro que yo no logro ni sentirme mejor, ni ser más feliz, ni recuperar lo perdido ni hacer justicia.

Es entonces cuando acudo a Dios, porque yo no tengo fuerzas para perdonar, sé que debería perdonar -¡no hacerlo me roba la vida!- pero soy de barro también y el dolor, la ira, el rencor,… me ciegan.

Cuando miro la situación desde fuera, aparcando mis sentimientos y juicios sobre cómo actuó cada uno, y me centro en lo que objetivamente pasó, me doy cuenta de que esa herencia, esa discusión, ese accidente, … no valen más que la relación que tenía con esa persona ni la felicidad del resto de mi vida.

Necesitamos perdonar para ser libres

Haciendo memoria os traigo algunas reflexiones sobre el perdón que han ido saliendo durante estos años y que creo que pueden ampliar un poco más el tema.

Pedir perdón a Dios directamente

Estoy harta de pedir perdón

Carta para pedirte perdón

¿Qué es lo más difícil para pedir perdón y perdonar? Se me ocurren varias respuestas pero, primero, te espero en los comentarios.

¡Te leo!

Me gusta hacer las cosas bien pero es más importante hacerlas por amor

Detrás del perfeccionismo se esconde muchas veces la vanidad de querer hacer las cosas bien, perfectas. Y se nos olvida que el único perfecto es Dios, que nosotros estamos llamados a la perfección (es decir, llamados a Dios) poniendo amor en las cosas que hacemos. Sin amor ninguna obra bien hecha tiene valor porque le faltará lo más importante. Una reflexión sobre el amor, la perfección, la humildad y la sencillez.

Iba a decir que ya sé que a todo el mundo le gusta hacer las cosas bien, pero mientras lo escribía me he dado cuenta de que no. Hay gente que se conforma con cumplir, otros con aparentar que hacen algo, otros con escaquearse lo máximo posible; así que no, a todo el mundo no le gusta hacer las cosas bien, pero a mí sí. De hecho a menudo me paso de perfeccionista.

Por eso esta semana estaba un poco inquieta. Han sido unos días muy ajetreados, con hijos enfermos, muchos recados pendientes, en casa con un follón del patín, y como no podía ser de otra manera, al final del día me encontraba fatal; un día y otro, agotada, con dolor de cabeza y sin poder salir de casa para nada.

El jueves celebrábamos el cumpleaños de una amiga y tuve que cancelar mi asistencia; y lo mismo me pasó con la Confesión. Creo que ya os he contado muchas veces que me gusta confesarme todas las semanas, por un lado porque soy muy consciente de mis tropiezos y por el otro porque sé que sólo con la Gracia del Sacramento del perdón puedo limpiar mi alma y seguir adelante.

Para mí es algo importantísimo porque cuando no me confieso sé y noto que mi corazón está gris; y como ya he mencionado, me gustan las cosas bien hechas. Si voy a ir a Misa y a recibir a Jesús en mi corazón, quiero que esté lo más limpio posible.

Por eso esta semana no me hallaba. Me supone un gran sacrificio no poder confesarme ¡y tener que esperar todavía unos días para poder hacerlo! 🥺 Pero Jesús me ha explicado porqué ha permitido este ayuno y me he quedado anonadada con su infinita Misericordia .

No te preocupes que yo te abrazo

En la Eucaristía, la gotita de agua se diluye por completo en el vino; el Señor “esconde” mis impurezas con su grandeza. Me abraza hasta fundirse conmigo.

No deben preocuparme tanto los tropiezos como poner amor en ellos y ofrecerlos humildemente (como cuando haces algo con cariño -un postre, un cuadro, un trabajo, ¡una mudanza 🤪!, …- y no sale tan bien como te gustaría. Humildad. No somos ni podemos ser perfectos. Es Jesús quien santifica y convierte nuestra vida en perfecto sacrificio en el altar.

Me ha impresionado mucho volver a sentir la Misericordia de Dios con tanta fuerza. Sigo queriendo confesarme pero ahora soy más consciente de que ese “hacer las cosas bien” no sirve de nada si no las hago con amor; si me esmero tanto por ese perfeccionismo, que no sea para mi propia satisfacción porque entonces no servirá para nada.

Es muy importante querer hacer las cosas bien para agradar a Dios, tener el alma limpia para recibirle en la Santa Comunión, pero sin ser escrupulosos, sin darnos demasiada importancia porque lo que Dios valora es lo que sale del corazón, no lo que se ve desde fuera.

Eso sí, sin escrúpulos con las pequeñas faltas, los pecados veniales que no nos separan de Dios. Cuando se tropieza a lo grande, lo mejor es ir enseguida a cualquier iglesia y buscar un confesor; porque cuando estamos en ese estado de pecado mortal, Jesús nos espera impaciente y el demonio nos acecha y trata de engañarnos quitándole importancia para que no estemos junto a Dios.

Amar es querer al otro más que a sus defectos

“Amar es querer al otro más que a sus defectos”, lo he escuchado y leído en varias ocasiones y, aunque pueda parecer una frase muy simple, ¡qué profunda es! tanto que me atrevo a afirmar que la mayoría de las relaciones que se rompen es precisamente porque los defectos brillan día a día más que el amor, y así este termina ahogado.

La rutina, forzada por el ritmo de vida y el cansancio, sumado a las diferencias inevitables de la convivencia se convierten en una mochila muy pesada llena de reproches y quejas que volcamos plenamente sobre el otro. Seguro que muchas de ellas os resultan familiares, no estoy destapando nada nuevo.

¿Qué cosas suelen matar muchos matrimonios?

Siempre llegas tarde del trabajo, estoy harta de ver tus calzoncillos en el suelo, siempre están tus zapatos por toda la casa, nunca encuentras las llaves porque no las dejas en su sitio, hablas por los codos, no hay quien te siga, te pasas el día criticando lo que hago, porqué tengo que ser yo quien baja la basura, todo tiene que estar hecho a tu manera…  

¿Queréis que siga? Tengo para rato…

La tapa del retrete arriba, la pasta de dientes abierta, el baño petado de cosméticos, nunca me escuchas, te pasas horas con el móvil, te pones siempre de parte de tu madre, siempre llegamos tarde por tu culpa, te tiras una hora para ducharte, siempre soy yo la mala con los niños, pasas más tiempo con tus hobbies que conmigo … y un largo etcétera. 

He mencionado los que considero más frecuentes en cualquier hogar y a estos cada uno debe añadir las singularidades del otro.

Somos distintos y las diferencias nos molestan hasta el punto de conseguir que discutamos todo el rato o que parezca que no tenemos nada en común y que el amor entre nosotros se ha apagado (o simplemente no ha existido nunca) y entonces la ruptura parece la decisión más sensata.

Cuando en realidad el amor sí está, sigue ahí, pero si no rascamos, si no estamos dispuestos a desenterrarlo, no podemos verlo; por eso es fundamental querer al otro por encima de sus defectos. Es una decisión difícil porque conlleva esfuerzo, comunicación, pedir perdón y perdonar, ceder,… es mucho más cómodo tirar la toalla y mandarlo todo a paseo, como si cerrando los ojos y cortando la relación todo lo vivido ya no fuera a afectarnos.

Pero en el fondo, nos damos cuenta de que eso no nos hace felices porque queremos a la otra persona y querríamos que funcionara. ¡Hubo un tiempo en el que creímos que podríamos amarnos para siempre y por eso nos casamos!, y también ahora lo pensamos pero no sabemos cómo cambiar la situación y la sociedad nos grita que no merece la pena.

Es momento de parar. De separarnos del mundo, de recordar quiénes somos y lo que realmente queremos en la vida. Mirar a nuestra familia, a nuestro cónyuge y recordar qué nos gustaba de él; ver fotos, rememorar momentos divertidos y también los difíciles: confirmarnos a nosotros mismos que esa (y no sus defectos o diferencias) es la persona de la que nos enamoramos.

Quizá al principio cueste, pero si te centras más en disfrutar con vuestras diferencias y reírte de ellas en lugar de pensar en cuánto te molestan y querer cambiarlas, vuestro amor crecerá radicalmente porque estaréis queriendo al otro tal y como es (y viceversa), por encima de sus defectos.

Eso es el amor verdadero, el que vence los baches del camino, no cede ante las dificultades; no se deja engañar por una vida mejor lejos de los tuyos. Porque sólo tenemos una vida y merece la pena vivirla por amor.

TIP: Antes de discutir/enfadarte piensa qué es más importante para ti, las llaves/zapatos fuera de su sitio o el amor entre vosotros. ¿Está clara la respuesta, no? ¡Pues a por ello!

¡Nadie te ha pedido que lo hagas!

Empatizo mucho en las discusiones con quien recibe como respuesta en mitad de la pelea: «nadie te ha pedido que lo hagas». Siempre me sale de forma automática un reproche hacia quien la dice porque me resulta poco agradecida, ¡encima de que lo ha hecho!

Pero hoy he descubierto que me equivocaba. Son muchas las veces que por intentar hacer el bien sobrepasamos los límites de la libertad y el espacio de los demás.

Ha sido leyendo el Evangelio (Marcos 6, 53-56). He visualizado perfectamente la escena: Jesús está cansado, ¡lleva meses predicando! y la gente no deja de agolparse a su alrededor para tocarle el manto y quedar sanos.

A mí la escena me agobia. No me gustan las multitudes y mi afán de ayudar me lleva a ponerme cual sargento a organizar a la gente; a mantener una fila ordenada, en la que Jesús tenga algo de espacio, un rato para que pueda comer y descansar… (lo que yo querría para mí, vamos).

Pero de repente me doy cuenta de que se me ha olvidado un pequeño detalle: yo no soy Jesús. Y al mirarle veo que tiene una sonrisa de oreja a oreja, que Él disfruta con cada una de esas personas y las va llamando por sus nombres; las mira con cariño y se deshace en ternura.

Y entonces veo que me mira a mí. Y su mirada desprende compasión. Me ve agobiada, intentando que no le atosiguen, que le dejen un rato en paz pero Él no quiere eso, ¡nadie me ha pedido que haga eso! Jesús quiere que yo disfrute junto a Él, pero yo estoy a lo mío.

Y entonces, ha dicho también mi nombre. Quiere que cante de alegría con los que ya se han curado, que alce mi voz y grite: «Gloria a Dios». Que me una a la fiesta.

Ahora me doy cuenta de que es exactamente lo que me pasa cada día de mi vida aquí en la tierra. Que me enfado con esta hija porque deja la mochila tirada, y con el otro porque no se mete en la ducha o no hace la tarea, …

Y Jesús me mira y me dice: ¡disfrútalos, que crecen muy deprisa!

51efb8ee-b0d6-48b6-b0bd-e699f5a59f92

Qué razón tienes… ahora sólo quiero sonreír, dar gloria a Dios porque han llegado del colegio y puedo estar con ellos un día más. Y les corrijo con cariño mientras les acompaño y me cuentan las cosas que han pasado hoy en el cole.

Ahora el desorden me da igual, y si no da tiempo a limpiar, tampoco importa porque la sonrisa que tienen de que en casa haya alegría no tiene precio.

Y termina el día, y estoy cansada; cansada pero feliz porque me he centrado en lo que Tú, Jesús, querías para mí: que DISFRUTARA de la fiesta, de esta vida que me has regalado.

Pero como la cabra siempre tira al monte… hoy me pongo a tus pies, Jesús, y te pido con todo mi corazón, con toda mi alma y con todo mi ser, que me enseñes a disfrutar, a vivir la vida como Tú la pensaste y no como yo me empeño en (mal)vivirla.

¿Os ha pasado alguna vez algo del estilo? ¿Qué cosas o trucos os han ayudado a superarlo?

Me siento fatal, ¡soy la peor madre del mundo!

Me está costando aceptar que no soy perfecta…

(¡ja,ja,ja!, después de escribirlo me ha sonado muy absurdo… sé que tengo muchos defectos: ¡NADIE ES PERFECTO!), quizá sea más acertado decir que hoy me está costando aceptar mis limitaciones.

Estaréis de acuerdo conmigo…, en lo de que sabemos que no somos perfectos pero, entonces, ¿por qué me siento fatal cuando se me olvida la fiesta del cole de mi hija o cuando me equivoco de día y no llevo a mi hijo al cumple de su mejor amigo?

Fallamos, no llegamos a todo, nos despistamos, … y lo peor de todo es que eso nos hace sentir que no valemos (o que lo estamos haciendo fatal). ¡Y no es así!

El otro día se me olvidó por completo que teníamos una sesión en la clase de mi hija pequeña; me hacía ilusión verla, le dije que iría: pero se me olvidó.

Ella no le dio la menor importancia. Volvió del cole feliz, me contó que habían ido todos los papás y -riéndose- me dijo con voz de pilla «y tú no estabas, eh?» y después, se puso a jugar con sus cosas como si tal cosa.

A mí casi me da un síncope. ¡Pero qué desastre!!! ¿Cómo he podido olvidarlo? ¡Con lo emocionada que estaba con la función de hoy!

¡Qué mal!!!,¡estarían todos los niños con sus papás menos la mía!

¡Soy la peor madre del mundo!

Me sentí fatal.

El caso es que veía tan feliz a mi niña que no tenía mucho sentido que yo estuviera tan disgustada… Por si acaso, le escribí a la profesora para ver si nos había echado mucho de menos, y me contestó que no nos preocupáramos que había estado súper contenta.

Pero yo seguí dale que te pego a mi cabecita… «¿¡pero cómo has podido olvidarte de esto!? Y mira que la profe nos escribió hace unos días para recordarlo pero» … nada, yo ese día estaba a otras cosas.

¿Por qué nos fustigamos tanto cuando nos equivocamos si ya sabemos que puede pasarnos?

Básicamente porque aunque sabemos que no somos perfectos, no nos gusta comprobarlo. Y mucho menos pensar que hemos fallado a los demás, (o que nos hemos fallado a nosotros mismos).

Pero, ¿sabéis qué? Pensé que tenía que darle la vuelta y funcionó.

Esto me sirvió -¡y mucho!- para reconocer y aceptar que efectivamente me equivoco, me despisto y me olvido; y que no pasa nada.

No pasa nada, en el sentido de que es lo normal; y que -aunque yo no quiera- volverá a pasarme. Y es bueno que lo sepa, que lo acepte y que aprenda a quererme con mis limitaciones.

Y que también lo sepan los que me rodean. Sí: NO SOY PERFECTA Y VOY A FALLARTE. No lo haré nunca a propósito, pero tienes que saberlo: soy limitada. Mucho más de lo que me gustaría pero es algo que no va a cambiar nunca.

Eh! Pero que no es un «yo soy así y así seguiré», eh!? ¡Que no van por ahí los tiros! Me había equivocado así que le pedí perdón a mi niña de 3 años porque se me olvidó ir a su día y era algo importante para ella.

Le dije que lo sentía mucho, porque era verdad. Y porque también es bueno enseñarles a nuestros hijos que no somos perfectos, que nos equivocamos; pero que también pedimos perdón y nos esforzamos por rectificar.

Buscamos soluciones a futuro: Ahora me he puesto los eventos del google calendar, ¡con aviso dos horas antes! Así será más difícil que se me vuelva a olvidar algo importante para ellos (idea de mi amore que es un crack).

Y como a la fiesta ya no podemos ir… lo arreglaremos mañana viendo en casa los vídeos y fotos que he pedido a otros padres de la clase. Así se sentirá querida, tendrá su momento de gloria, y verá que la vida es así y que se puede ser feliz siendo imperfectos.

Que a veces las cosas no salen como uno esperaba y que lo importante es reconocer las caídas y aprender de los errores. Pedir perdón, rectificar, compartir las emociones. Así conseguimos que de algo negativo ¡salgan muchas cosas buenas!

¿Os ha pasado alguna vez algo parecido?, ¿cómo os habéis sentido?, ¿cómo os enfrentáis a vuestras limitaciones personales?

pd. En la línea del tema de hoy, os recomiendo releer:

  1. Eres la mejor madre/padre que tus hijos podían tener
  1. ¡Nadie te pide que seas perfecto!

¡Hasta pronto y gracias por seguir ahí! No olvides compartir si te ha gustado 😉

Cuando tu suegra te corrige ¡y encima tiene razón!

¡Qué gran lección de inicio de año! La escena os resultará muy familiar:

1 de enero. Casa de los abuelos paternos (en mi caso, suegros). 19.30h de la tarde. Mantita y peli (la segunda de la tarde 😬), tirada en el sofá y más a gusto que un arbusto.

Teníamos que volver a casa después de comer pero mi marido había tenido que salir a un tema importante y llevaba desde las 16h fuera, así que yo, que me gusta llegar pronto para deshacer maletas, etc, adopté el modo off y me dije: «ya no salimos pronto así que relájate y disfruta».

No estaba enfadada ni mucho menos, había surgido un imprevisto y yo me adaptaba (bien contenta, dado que estábamos viendo Aladdin «en persona» -como dicen mis hijas- y me apetecía mucho verla).

El problema llegó cuando mi querido esposo, cansado de las gestiones, apareció en casa. Yo ya estaba enganchada a la segunda peli y ¡era muy chula! Tranquilicé mi conciencia para no levantarme:

«A ver, las maletas las he dejado cerraditas esta mañana y además no estoy bien de salud, me canso rápido, la espalda se resiente,…; encima a Jorge le gusta organizar él solito el maletero porque hay que hacer un auténtico Tetris para que todo entre; así que realmente no sirve de nada que yo me levante del sofá»

Pues sí. Ahí me quedé. Yo, mi, me, conmigo y con mi ombliguito una vez más. ¡Qué le vamos a hacer! Y no penséis que hubo bronca…, ¡qué va! Si es que mi marido es un santo varón. Bajó las maletas encantado y colocó todo en su sitio.

Luego revisó las habitaciones, el salón, la cocina, los baños,… ya estaba casi todo a punto cuando ¡apareció mi suegra!

Es un amor de mujer y llevaba ya un buen rato mordiéndose la lengua pero no aguantó más (y no me extraña): Oye, ¿igual hay que mirar a ver si Jorge necesita algo, no?

Algo tan obvio, evidente y de cajón de madera de pino ¡me sentó como un puñetazo en el estómago!

«¡Joe! Que yo no he parado toda la mañana con las maletas, duchas, etc; y por la tarde viendo la peli con las niñas, no veas tú la peque cómo estaba -¡no ha parado quieta!- Y encima, que de salud no me conviene darme palizas; suegra, que tú no lo sabes, pero yo ando muy justita…»

Eso pensaba hacia mis adentros pero en el fondo veía claro que menuda patada en el orgullo que me había dado mi suegra! Y con toda la razón del mundo, las cosas como son. Porque sí, claro que ando regular de salud, pero echar un vistazo a los cuartos podía haberlo hecho sin problema.

Y recoger un poco las camas con los niños, que así quedaba todo más recogido también; pero yo estaba a lo mío: a mi película y a mi momento de tranquilidad.

Y es que mi vanidad me cegó por completo. ¡Vaya rebote que me pillé!

«¡Es culpa de mi suegra, que ha hablado sin saber y punto!»– me dije tratando de relajarme.

Rectificar es de sabios

Por eso doy gracias a Dios. Porque no me dejó ni dos minutos engañarme a mí misma con mi sermón de víctima. Puso las cartas sobre la mesa bien rápido y me dio mucha paz para reconocer mi error y mover el culo del sofá.

Cuando nos metimos en el coche, me excusé con mi marido vagamente: «cari, oye, que antes no me he levantado porque como te gusta meter todo tú en el coche…».

Y él, con cara de cansado y una sonrisa me contestó que sí, que no pasaba nada, que quizá un poco de ayuda para revisar le habría gustado pero que lo entendía.

Entonces me di cuenta de lo buenísimo que había sido él y lo mala pécora que había sido yo, y le pedí perdón. Porque aunque no se había enfadado conmigo yo había sido muy egoísta quedándome en el sofá, y muy injusta con mi suegra quejándome en mi cabecita como lo hice.

Podía ayudar pero me había dejado vencer por la pereza.

Mi suegra no sabe todo lo que yo pensé en ese momento… (gracias a Dios), pero en el fondo le estoy muy agradecida porque me ayudó a descubrir esa paja en el ojo propio que a veces nosotros mismos somos incapaces de ver (espero que no le importe que comparta estos rifirrafes en los que tantas familias se encuentran y muy pocas saben solucionar).

Y yo sé, no por méritos propios, sino porque tengo un Ayudante excepcional en mi matrimonio que me va avisando y dando luz nueva a las situaciones, para que sea capaz de recomenzar una y mil veces con su ayuda.

Espero que os haya ayudado al menos a pedir ayuda al Espíritu Santo con las riñas familiares, y a ver con ojos renovados algunas situaciones en las que el otro era siempre el culpable de todo.

Porque a veces lo son, aquí todos nos equivocamos, pero te aseguro que la mayoría de las veces la vanidad y la soberbia nos ciegan para ver la realidad distorsionada de tal manera que nosotros siempre tengamos la razón.

Sabiendo esto, ¡ya tenemos tarea para el nuevo año! Cuando haya discusiones… abrir el corazón y ver si no hemos tenido algo de culpa en ellas. Rectificar, pedir perdón y volver a empezar.

¡A por ello!

Quiero sanar esa herida que aún sangra en tu corazón

Hay recuerdos que quisiéramos borrar de nuestra mente; que incluso sin haberlos superado, escondemos para no verlos más porque nos hicieron mucho daño. Recuerdos que de vez en cuando vuelven a nuestra memoria sin que nadie se lo pida.

Hoy voy a compartir uno de ellos contigo, ¡es uno de muchos!, pero elijo este porque sé que tú has podido también sufrirlo o quizá conozcas a alguien que necesite leer estas palabras de consuelo.

Porque hubo un tiempo -como lo ha habido siempre- en el que las cosas no se hacían bien. Un tiempo en el que Dios permitió que algunas personas, queriendo dar a conocer a Jesús, transmitieran una imagen que nada tiene que ver con Él.

Un antes y un después

Yo era una niña feliz hasta que aquella persona se cruzó en mi camino. Estaba dispuesta a todo para que yo hiciera lo que me decía, lo que ella creía que Dios quería para mí y que yo no veía nada claro.

Perservera. Sé fiel. Es un bache. No le des la espalda a Dios. ¡Con todo lo que Él te ha dado! Si te cuesta tanto entregárselo (esa vida familiar con la que yo siempre había soñado) es porque Dios te lo pide. Dios lo quiere todo.

Acababa de cumplir 15 años. El acoso era brutal. Hasta el punto de que una mañana me vi escondida en la bañera, detrás de la cortina, en la última planta de la casa donde disfrutaba de las vacaciones con mi familia.

El corazón me palpitaba con fuerza y yo aguantaba la respiración para no ser descubierta por esa persona que ascendía por las escaleras gritando mi nombre.

Me sentía incapaz de seguir luchando y opté por esconderme. Me veía atrapada, pequeña, perseguida, acosada y sin salida.

Tardé un tiempo en recomponerme; no fue fácil. El miedo se había apoderado de mí y estaba muy confusa, no entendía nada.

Se trataba de una buena persona y estoy segura de que su intención también lo era, por eso no puedo guardarle rencor, pero el terror que infundió en mi alma me marcó.

Duró poco más de un año, hasta que desapareció de mi vida, y dejó una huella en mí que nunca se borró.

Dios es bueno

A pesar de aquello, el Señor me mimó cada día para que estuviera junto a Él, para que viera con claridad que ese acoso no venía del Cielo.

Quizá tú también lo sufriste y tal vez tu vida no es la misma desde entonces.

Estas palabras van sobre todo para ti. Para quien pasó la amargura del juicio, del desprecio, de la manipulación; y se encontró con la más absoluta soledad en plena adolescencia (o años más tarde).

Para quien todavía hoy, no ha recibido una disculpa de quien tanto daño le hizo en su momento, para quien nunca debió sufrir ese tormento.

En Adviento, Jesús nos llama al perdón; a un perdón que nos libera de las ataduras del corazón. No es fácil deshacerse de ellas ni siquiera cuando sabes que todo fue sin querer.

Hoy yo te digo con mi corazón en la mano que lo siento. Siento de verdad que tuvieras que sufrir ese calvario y te pido perdón por ellos. Sé que no fui yo, pero pude haberlo sido.

Soy tan torpe como cualquiera de aquellas personas que queriendo compartir contigo el mejor de los tesoros: ¡que te encontraras con el Amor de los amores!, te lanzaron de un plumazo al abismo.

Soy tan inútil como ellas cuando dejo que el demonio me hable y me convenza, enrede en mi matrimonio o con mis hijos; entre amigas íntimas o hermanos de sangre.

No fue esa persona la que te empujó a ese profundo hoyo del que no sabías salir, del que quizá aún te estés recuperando. Fue el demonio. Es él quien con su astucia siembra miedo y desesperación, desconfianza y amargura.

Yo ahora tengo muy claro que es el patas quien actúa a través de esas personas buenas para abrir una herida en el corazón. Una herida difícil de sanar que separa de Dios, por un tiempo o para toda la eternidad.

Por eso hoy quiero que le plantemos cara juntos. Estamos en Adviento y el Niño Dios, ese que luego dio la vida por ti y por mí hasta el final -el que nunca nos abandona y siempre espera- va a nacer en un pesebre porque nos quiere con locura.

Quiere que seamos felices. Y eso es lo importante.

Quiere sanar tus heridas, que puedas recomenzar. No fue culpa tuya, no lo fue. Tienes que saberlo. Pero sí está en tu mano que esa herida deje de sangrar. ¡No hay mejor médico que Cristo!

Acércate a Jesús. Habla con un sacerdote y cuéntale tu historia. Te comprenderá, te abrazará con sus palabras y Dios, a través de Él, te sanará.

Volverás a ser tú. Feliz, risueña, alegre, generosa y confiada. Volarás como una golondrina, saltarás como un cervatillo, cantarás como las sirenas porque tu corazón estará en Paz. En una paz que sólo Dios te puede dar.

Yo lo voy a hacer. Sé que el Señor quiere sanar mi corazón. Sé que sólo Él puede limpiar esas heridas que desde hace tanto tiempo sangran en mi corazón.

He creído por mucho tiempo que tapando la herida ésta desaparecería pero en las cosas del corazón el tema no funciona así.

De hecho, cuanto más tiempo pasa más profunda y difícil es de sanar esa herida. Porque aunque no la vea -y puede que incluso crea que la he superado- sigue estando ahí. Y tarde o temprano sale.

En forma de migraña, de dolor de muelas o de espalda: todo acaba saliendo. Porque aunque tu mente y tu corazón cierren esa puerta, la herida permanece y el inconsciente lo sabe. ¡Para eso está! Para no dejar que las heridas se pudran y acaben con nosotros: para darnos la oportunidad de ser felices de verdad.

Escucha a tu corazón. Ve a una iglesia, por favor. Nadie tiene que enterarse: solo tú y Dios. ¡No tienes ni que decirle tu nombre al cura con el que quieras hablar! Pero dile que necesitas que Dios sane una herida que hay en tu corazón y cuéntale tu historia.

Y deja que el Niño Dios vuelva a reinar en tu corazón. Recupera la felicidad que un día perdiste. ¡Te lo mereces!

postdata

¡Ya lo he hecho! Le he contado mi historia y siento un alivio tremendo. He descubierto también por qué aunque yo no les guarde rencor a esas personas el dolor sigue ahí.

Me lo ha explicado muy bien el sacerdote: tu cabeza sabe lo razonable, entiende el error del prójimo y lo perdona.

Pero las emociones no sanan al mismo ritmo, necesitan su tiempo y su medicina. Necesitamos paciencia con nosotros mismos y con nuestros sentimientos.

El corazón es más profundo que la razón. Por eso esconder no sirve de nada, hay que acogerlo, quererlo, comprenderlo; simplemente dejarlo en manos del Señor para que Él lo sane y renueve su frescura. Tengo una gran paz y alegría.

Ojalá tú también te armes de valor y dejes que esta Navidad Dios sane tus heridas. Yo estaré contigo rezando por ti en mi Belén y si necesitas algo, no dudes en escribirme, aquí estamos todos a lo mismo.

¡Feliz espera!

No puedes levantarte si no sabes que te has caído

Todavía me estoy riendo de la situación. Llegamos a la piscina -a clases de natación de la tercera- y una mamá estaba en el vestuario cambiando a su niña. Terminó de colocarle el gorrito y se dispuso a ponerle las chancletas pero ¡no estaban en la mochila!

Cuando la profesora apareció para recoger a los niños, se acercó a explicarle porqué la niña iba descalza, a lo que ella le contestó que no pasaba nada pero que, por favor, no volviera a pasar. La madre, avergonzada, respondió rápidamente y sin titubeos: «no volverá a pasar, ¡ha sido mi marido!».

Me partía de risa. No creo que a la profesora de natación le importara lo más mínimo si el problema había sido del padre, de la madre, del primo o de la abuela; lo que era fundamental es que no volviera a suceder.

Y también está claro que, aunque esa vez el despiste había sido del marido, podría haberle pasado a cualquiera. Pero me hizo gracia por lo identificada que me sentí y lo iguales que somos todos en este sentido:

Llevamos impreso en el ADN el quedar bien a toda costa, dejar claro que la «culpa» ha sido de otro, aunque esa persona sea alguien a quien queremos mucho: en ese momento lo que nos importa es el yo.

Y digo impreso porque con los peques me pasa lo mismo: si pregunto que porqué los deberes no están hechos la culpa es de fulanita porque me distrae; y si menganita no encuentra sus zapatos, jura y perjura que ella los dejó en su sitio y que «alguien» los habrá cogido.

Y aunque es natural que queramos quedar bien ante los demás, es bueno que les vayamos enseñando a los niños -de palabra y con obras- que cada uno es responsable de sus actos, para que no se crean sus propias excusas y descubran lo importante que es en la vida asumir los propios errores.

Aprenderlo será de vital importancia para que se vayan conociendo, para que el día de mañana sean personas honestas consigo mismas, capaces de identificar sus virtudes y sus limitaciones; de reconocer sus errores, de corregirlos, de pedir perdón y de recomenzar.

Porque para ponernos medallas todos aprendemos desde bien pequeños; seguro que os resulta familiar la frase angelical, en el momento «oportuno» (cuando el hermanito la está liando):

«¿A que yo me estoy portando muy bien?, ¿a que sí mami?, ¿a que estás contenta conmigo?»

Aunque no estará de más reforzar lo que vayan haciendo bien, como ya comentamos en uno de los últimos posts: Cuántas veces le dices a tu pareja que lo está haciendo muy bien, también es bueno que aprendan a compartir los éxitos, a ser conscientes de que para lograrlos casi siempre habrá sido gracias al apoyo recibido de otros compañeros.

Llegarán incluso a cubrir las espaldas al colega que cae; a asumir responsabilidades por otros si en un momento dado lo necesitan, porque también eso es querer al prójimo.

En definitiva, en nuestras manos está el ir corrigiéndoles con cariño cuando se equivocan, mostrándoles que es natural fallar una y mil veces y que lo importante en esta vida es reconocerlo para poder rectificar; que conozcan su verdadero yo, para que no se asusten al caer, y sepan perdonar cuando es otro el que tropieza.

¿Alguna vez te has visto justificándote sin sentido para no quedar mal?, ¿o te has puesto medallas sin que fueran del todo tuyas?

¿Cuántas veces le dices a tu pareja que lo está haciendo muy bien?

Hoy quiero que pienses en cinco cosas que alguien con quien convives haya hecho bien hoy (mejor si es un adulto). Ahora piensa en cuántas veces le has hecho llegar que te gustaba lo que estaba haciendo.

Y por último piensa en las veces que ha hecho algo mal, y si se lo has dicho o no. Imagino que a muchos o pasará lo mismo que a mí:

estoy muy orgullosa de mi marido y de mis hijos pero de mi boca sobre todo salen gritos y correcciones.

Es verdad que tenemos que ayudarnos entre todos a ser mejores, que si deja la pasta de dientes destapada es bueno que se lo hagas saber para que no se seque, o que si las mochilas se quedan tiradas en la entrada todos los días les llames la atención.

Pero si corregir cansa, ser corregido agota, molesta y distancia.

Es una pena porque lo que los demás hacen mal lo vemos enseguida porque «salta a la vista» pero es una realidad que acaba destruyendo el amor si no va acompañado de piropos y halagos.

Mi marido es de esos hombres (¡si es que hay más como él!) que siempre te dicen que eres la más guapa del mundo, y que además se lo hace saber a los niños con mucha frecuencia; que la comida estaba deliciosa o que hoy estás radiante.

Y yo que soy vasca, pero vasca de pura cepa, pues no me sale el andar con piropillos de aquí para allá, pero a base de recibirlos he descubierto el gran poder que tienen y lo que se agradece oírlos.

No se trata de mentir (¡que yo tan fea tampoco soy, jaja!), sino de abrir el corazón a quienes queremos. Si no lo decimos en voz alta puede que nunca lleguen a saberlo. Y lo mismo que necesitan ser corregidos para ver lo que hacen mal, también necesitan oír lo maravillosos que son en otras cosas.

Tú eres el trampolín de tu familia, si sólo corriges creerán que todo lo hacen mal; si sólo halagas, no les ayudas a crecer: pero si combinas ambas, llegarán a su plenitud.

Por eso, esta semana te propongo -¡y a mí misma!- que pongas la atención en las cosas buenas que los demás hayan hecho cada día. Hay que esforzarse al principio pero luego enseguida lo verás, ¡y te sorprenderás gratamente de cómo se multiplican y de lo ciego que estabas!

Y, ya puestos, una vez visto lo bueno… ¡te animo a decírselo! Tu marido/mujer lo agradecerán mucho, y lo mismo los peques o amigos o tus padres. Es una muy buena manera de subir el autoestima de quienes más queremos, y es de justicia hacerlo, ya que lo mejorable ¡seguro que se lo decimos!

También será una bonita manera de mejorar la comunicación en el matrimonio, que según dicen ¡es la clave del éxito matrimonial!

Pero es mi mayor campo de batalla…, ¿te pasa como a mí que estás siempre destacando lo negativo?, ¿nos apoyamos mutuamente? ¡A por ello y feliz semana!