«La hija de», «la mujer de», «la hermana de»

Cuando era pequeña, y mi madre me mandaba a casa de alguna amiga para recoger algo, al llegar llamaba al timbre y yo contestaba con confianza: «soy Inés, la hija de María Eugenia».

Enseguida se abría la puerta y me recibían con los brazos abiertos; siempre caía algún dulce, palabras bonitas y mucho cariño. Simplemente por ser «la hija de» ya merecía todas las atenciones; porque, os aseguro que, si en vez de contestar eso hubiera dicho «soy Inés», probablemente ¡no me habrían abierto ni la puerta!

Yo era «la hija de Jesús y María Eugenia», y cuando oía a alguien decirlo para identificarme me sentía orgullosa; eran ellos los que con su vida y su ejemplo hacían que yo pasara a ser importante también, es como si heredara su buen hacer y pasara a ser digna del cariño de todo el mundo.

Pero es curioso, porque al crecer algo cambia, queremos ser valorados por nosotros mismos, no queremos ser «la hija de», «el marido de» o «la hermana de».

El ego nos puede y buscamos ser reconocidos por nosotros mismos, por «nuestros méritos».

Y si nos volvemos demasiado egocéntricos podemos incluso llegar a olvidar quiénes son nuestros padres, no reconocer todo lo que han hecho por nosotros; y eso es precisamente lo que nos pasa con Dios cuando nos alejamos de Él, cuando queremos «ir por libre».

Algún día llamaremos a las puertas del Cielo y habrá mucha diferencia entre contestar: «soy Inés, la hija de Dios», que contestar que soy sin más «Inés». Y siento deciros que la principal diferencia estará en que si contesto sólo con mi nombre, lo haré creyendo de verdad que son mis méritos y mi buen hacer los que van a abrir esa puerta, los que hacen que me gane el Cielo.

Pero no es así. Creedme si os digo que todo, absolutamente todo lo que tenemos, somos y podemos, es gracias a nuestro Padre del Cielo.

Por eso Jesús se dirigía solo a los humildes de corazón, porque los «sabios y entendidos» se creen autosuficientes, no son capaces de reconocer a Dios en su vida.

Jesús nos invita a ser como niños, en el sentido de sentirnos «nada» sin Él, y «todo» gracias a Él también. Somos dignos del Cielo porque Jesús nos abrió las puertas del paraíso con su muerte y resurrección; y somos capaces de hacer cosas grandes y buenas porque el Espíritu Santo nos acompaña.

La «filiación divina«, que es como se llama oficialmente en la Iglesia al hecho de que seamos hijos de Dios, siempre me ha sonado demasiado teórico, ¡es una palabra tan extraña!

Oímos con frecuencia lo de que somos «hijos de Dios», pero nos suena más como un título nobiliario que como algo tan real como el color de nuestros ojos.

Quizá no siempre podamos sentir orgullo de ser hijos de nuestros padres, son humanos y como tales pueden llegar a meter la pata hasta límites insospechados; pero de nuestro Padre del Cielo ¡hemos heredado la vida eterna, la dignidad de hijos de Dios!, y podemos sentirnos más orgullosos de ser sus hijos, que de serlo del más famoso de los famosos.

Esta semana te animo a tratar un poco más a Jesús, acudir a una Iglesia y pasar un rato con Él, leer qué nos dice cada día en el Evangelio…; porque si nos acercamos con humildad, Él como buen Padre saldrá corriendo a buscarnos para darnos un abrazo y mostrarnos todo lo que tiene para nosotros.

La gota de agua

¿Te has fijado alguna vez en la gotita de agua que el cura echa en el cáliz (copa del vino) durante la misa? La añade justo después de echar el vino, cuando decimos «bendito seas por siempre Señor».

¿Qué pinta ahí esa gotita de agua?

Esa gotita a mí me tiene loca, y más cuando se junta con el vino porque ya no hay quien los separe: se hace vino también; vino, y después, ¡Sangre de Cristo!

¿Sabías que en esa gotita de agua vamos tú y yo?

Me alucina lo fácil que el Señor nos ha puesto el que tu vida y la mía se conviertan en algo divino: en la Sangre de Cristo, nada más y nada menos. Sólo tenemos que ir a misa y ofrecer nuestro corazón en esa gota; y con nuestro corazón nuestras preocupaciones, trabajo bien hecho, el cariño puesto al preparar la comida, el tiempo dedicado a los demás…

Si lo piensas esa gota no aporta gran cosa, es insignificante al lado del vino y, sin embargo, Dios ha querido que estemos ahí, junto a Él, para que nos demos cuenta de cuánto nos quiere.

No necesitaba esa gota de agua para realizar el milagro de la transustanciación (se llama así a cuando el vino se convierte en Sangre de Cristo) y sin embargo quiso que fuera imprescindible.

Sin esa gota de agua el vino no se convierte en Sangre porque Dios quiere contar con nosotros, quiere necesitarnos y dar valor a nuestra vida para que podamos santificarla.

Como una madre cuando quiere que su hijo se sienta protagonista y le deja poner de su hucha 5 céntimos para comprar el regalo del día del padre. Su parte no aporta gran cosa, pero el niño cree que sí y se siente feliz de haber contribuido.

Y con nosotros pasa algo parecido. Dios quiere que colaboremos con Él en nuestra salvación y en la de todos los hombres. Nuestra parte no es gran cosa pero, gracias al amor que Dios nos tiene, es imprescindible.

Eso sí, Dios respeta nuestra libertad, por eso para que tu vida vaya también en esa gota tienes que querer ofrecerla, si no no se diviniza, no resucita con Cristo.

Y así es como los católicos santificamos nuestra vida, ¡sin Él no podríamos hacerlo!

Espero tu comentario 😉

¿Qué es eso de que el Espíritu Santo actúa en nuestras almas?

Reconocer las mociones del Espíritu Santo en nuestras almas, y cómo estas transformaron mi vida sin exigirme grandes esfuerzos.

No suelo citar el Evangelio pero acabo de leer esta frase y he pensado: ¡esto tienen que saberlo mis lectores! ¿No os alucina?

«La correspondencia a las mociones y a las inspiraciones del Espíritu Santo es el todo de la vida del alma. La gracia es como la semilla echada en la tierra: una vez sembrada crece con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce». Mc 4, 26-32

Quizá alguno esté con cara de desconcierto, en plan: nos alucina…, ¿el qué?, ¿qué carajo es eso de las mociones del Espíritu Santo?

Os lo explicaré con ejemplos de mi vida, ya que son la forma más clara que tengo de hacerlo, pero si buscáis en buenas páginas web o libros lo explicarán mucho mejor (el de «Los Dones del Espíritu Santo» me encantó).

Hace tiempo os hablé de ese momento, a los veintipico, en el que mi relación con Dios cambió radicalmente. Pues bien, unos años antes, empecé a pedirle a Dios que me mostrara mi camino. Quería que me dijera cuál era mi sitio dentro de la Iglesia.

Al comentárselo a una amiga me dijo: «la clave está en que hagas caso a las mociones del Espíritu Santo». Le miré con cara de póker y me explicó: «no te preocupes, esto es empezar y verás qué rápido las identificas» (más o menos como las contracciones del parto, jaja!, ¡inconfundibles 😜!).

Y añadió: «es importante que dediques unos minutos al día a rezar, pero a charlar de tú a tú con Dios. Ve a una iglesia, te sientas, le miras (está en el sagrario, en la cajita iluminada), y le dices simplemente que vienes a verle y que quieres conocerle más».

Y así lo hice. Empecé, y para mi sorpresa, pronto ¡empezó a hablar! En serio: es esa vocecita de tu interior que te va sugiriendo cosas que sabes que deberías hacer pero que te cuestan:

– «Esa cama puedes hacerla mucho mejor»

– «No dejes los platos sin fregar hasta mañana»

– «¿Qué tal si llamas a esta chica que la has visto tristona?»

– «No te enfades con esta persona, que sabes que ha sido un accidente»

– «¿Cuándo vas a pedirle perdón a esta otra amiga?

– …

Y me di cuenta de que, en la medida en la que yo hacía caso a esa vocecita, ésta se iba animando y pidiendo cada vez más. Y, lo mejor, es que sin darme cuenta, un día miré hacia atrás y me asombré de lo mucho que había mejorado mi vida. Yo no había hecho nada del otro jueves, pero el Espíritu Santo había ido transformando mi vida.

Dios había sido muy generoso conmigo: al obedecer a la vocecita iba recibiendo gracias que tiraban de mi para arriba: era más ordenada, más paciente, más responsable, alegre, constante, … Era mucho más feliz.

Pero ¡ojo!, que la vocecita de las excusas sale casi al mismo tiempo, solo que esa no viene de Dios sino del egoísmo, de la comodidad, de la vanidad, etc y tira para abajo, así que consejo: ¡hay que obedecer a la primera!

Para mí fue un regalazo que nunca olvidaré; y al leer esa frase me he acordado de la suerte que tuve y he pensado que, quizá, os ayudaba saber que es cierta. ¡Ojalá os ayude tanto como a mí!

¿Has notado tú alguna vez la gracia del Espíritu Santo en tu vida? ¡Me encantaría que nos lo contaras!