¿Por qué me siento culpable de tener depresión?

Cuando me diagnosticaron depresión, la primera palabra que vino a mi mente fue «culpable». Pensé:

Tengo depresión porque no soy lo suficientemente fuerte para afrontar esta situación.

Me he pasado, he querido abarcar demasiado; soy una floja, una sensible que llora por todo…; en realidad son mil las palabras de reproche que se agolpaban en mi mente.

Si tuviera que describir en una palabra qué se siente cuando tienes depresión (cuáles son sus síntomas) os diría que una soledad inabarcable. Nadie te entiende, ni siquiera tú mismo.

Todo te queda grande, todo te hace llorar amargamente, todo te desborda y no tienes ganas -ni fuerzas- para hacer nada de lo que normalmente te chiflaría hacer.

Es una cueva en la que todo es oscuro, difícil y agotador. La cabeza pesa, la vida pesa. Elegir la ropa que te vas a poner supone un mundo; y no digamos gestionar extraescolares, cenas, deberes, etc.

La cuestión es que aunque no puedo hacer nada para que pase rápido, para tener energía o estar alegre, me siento culpable y no me atrevo a decir al mundo que tengo depresión.

Por otro lado, soy consciente de que habrá quien se lo imagine: un compañero que desaparece unos días, tiene un virus; alguien que deja de venir y nadie te dice qué le pasa: tiene depresión (o similar).

¿Por qué ese tabú con la depresión? Es una enfermedad tan real como el cáncer, la neumonía o la varicela pero así como con éstas enfermedades todos empatizamos, la depresión nos genera juicio.

De hecho es tan políticamente incorrecto que te den la baja por depresión que algunos llegan a límites insufribles con tal de no jugarse el puesto de trabajo o la reputación de «aguantar carros y carretas». ¡El psiquiatra me dio la enhorabuena por atreverme a pedir ayuda! Eso dice mucho…

Y es que para no sentir la humillación de reconocer que no estamos bien -por lo que eso pueda suponer- somos capaces de rompernos del todo; y una vez rotos, recuperarse es mucho más difícil y largo.

Juzgar es humano pero en el tema de la depresión nos pasamos tres pueblos.

Y no debería ser así. La depresión, por mucho que no pueda mostrarse en una resonancia o en una analítica, es una enfermedad tan dura e imprevisible como cualquier otra, que requiere su medicación, su tratamiento y su tiempo.

Por eso mi post de hoy. No tengo ninguna gana de contar que tengo depresión, entre otras cosas porque no soy yo de contar mi vida ni de dar explicaciones de ella (¡y menos ahora que no tengo fuerzas ni para hablar con mi madre!).

Escribo y comparto porque siento el deber de concienciar. De decirle al que sufre que no espere ni un día más para pedir ayuda.

A mí me chifla mi trabajo, y dejarlo por un tiempo ¡otra vez! me supone un esfuerzo muy MUY grande. Pero cuando la enfermedad -sea cual sea- llama a tu puerta, curarte es la prioridad; por ti, por tu familia, por todos.

Sobrevivir, que es como denominamos al estado previo a reconocer que necesitamos ayuda, no beneficia a nadie. Si no estás bien es muy probable que no rindas bien, que no seas amable ni paciente con los demás, que generes tensión y que encima tú empeores.

De la depresión no se sale sólo

Las personas que te rodean son fundamentales. Sentirte comprendido, acogido y querido: es la clave para salir adelante.

No hace falta estar todos los días preguntando qué tal estás (de hecho eso no ayuda mucho porque la recuperación es lenta y recordemos que la depresión va de la mano de una fatiga brutal), pero muestras de cariño sabemos darlas todos sin que nos expliquen cómo, y son siempre un gran aliciente.

No me había tocado nunca y tengo que deciros que padecer depresión es de lo peorcito que me ha pasado ¡menos mal que tengo fe y sé que si Dios lo permite es que hay algo impresionante detrás.

En fin, eso os cuento. Espero haber ayudado a comprender un poquito más esta enfermedad, dar alas a quien lo necesitara para pedir ayuda y frenar la triste costumbre de creernos con derecho a juzgar a quien padece depresión.

Porque no depende de la persona, ni de si tuvo o no una infancia feliz, de si tiene mil amigos o una familia estupenda:

LA DEPRESIÓN ES COMO LA DIABETES, EL CÁNCER O LA HIPERTENSIÓN: NADIE ELIGE ESTAR ENFERMO NI ES CULPABLE DE ENFERMAR. PUEDE TOCARNOS A CUALQUIERA.

¡Hasta pronto!

Algunas cosas sobre las que no tienes ningún derecho a opinar

Pensar distinto no hace a los demás ser mejores o peores que nosotros, simplemente los hace diferentes. Breve reflexión sobre el respeto y su importancia en el matrimonio

En una de nuestras primeras citas, que nunca olvidaré, mi querido marido se pidió unas pochas. Y, claramente, no pasaría nada si no fuera porque ¡estábamos a más de 30 grados! Durante muchos años no lo entendí, algo tan simple como eso me tenía loca: ¿¡Cómo puedes pedir pochas en pleno agosto!?

Cada vez que salíamos a comer o cenar por ahí, yo miraba el menú, sopesaba los distintos platos y elegía por regla general algo que en casa no íbamos a cocinar: bien por elaboración, bien por precio. Y de repente oía que él pedía: ¡pechugas de pollo!

Se me encendían las alarmas y empezaba la persecución: «pero cariño…, ¿pechugas?; si las comemos mucho en casa…, pero si son tiradas de precio…, ¿no prefieres el hojaldre relleno de carne y setas que es difícil de preparar?, las pechugas puedes comerlas mañana si quieres…».

El pobre acababa comiendo lo que yo le decía, imagino que sólo por no seguir oyéndome (¡y no me extraña!, ¡santo varón!). Menos mal que por fin, hace ya un tiempo, me di cuenta de que mis intereses no tenían por qué coincidir con los suyos.

Para mí, «elaboración» era lo primero; pero, ¿y si para el otro lo primero es el sabor?, o ¿¡el equilibrio en la dieta!?, o ¿el precio? Son razones igual de válidas para elegir qué comer.

Tus criterios no son siempre mejores que los de los demás

Lo bueno de esta anécdota es que me hizo reflexionar y extrapolarla al resto de aspectos de la vida: el color del coche, la forma de vestir, los libros, los hobbies, las series, vivir en el campo o en la ciudad, colegio público o privado, comprar o alquilar, …

Con frecuencia nos sentimos con derecho a opinar sobre las decisiones que toman los demás, «para ampliar sus miras» o «por si no se han dado cuenta» pero, sin querer, podemos estar tratando de imponer nuestros criterios, incluso creer que son mejores que los suyos.

Aún me queda mucho por aprender, pero he empezado por sonreír y alegrarme cuando mi marido pide pechugas de pollo, ensalada o pochas (en pleno agosto). Porque come lo que le da la gana, ¡sin que nadie (yo) le juzgue!, y es feliz.

Algo «tan simple» puede llegar a quemar la relación más perfecta así que os animo a esforzaros en respetar las opiniones de los demás, teniendo en cuenta que quizá sus criterios no sean los mismos que los tuyos.

¿Te ha pasado algo parecido alguna vez?

La primera impresión, esa gran farsante

Hace unos días estaba en casa de mis suegros. Acabábamos de llegar del viaje y me encontraba en la habitación deshaciendo las maletas cuando una de mis hijas entró en el cuarto.

Miró al armario y, señalando a la parte de arriba, me dijo: «Mira mami, hay un peluche ahí arriba». Yo la miré con poco interés, y sonreí doblando camisetas. De repente añadió sorprendida: «¡Es un león!».

A mí poco me interesaba si había un león o un zoológico entero en el armario, tenía que deshacer seis maletas y era muy tarde así que la miré de nuevo, asentí con cara de sorpresa forzada y seguí a lo mío. A los pocos segundos volvió a la carga, esta vez emocionadísima: ¡Mamá!, ¡mamá!, ¡¡¡que es Simba!!!

Ya imaginaréis que no voy a reflexionar sobre peluches, jaja, pero es curioso que aquella anécdota trajera a mi cabeza la diferencia entre ver algo, identificarlo o conocerlo. Y, por alguna razón lo asocié a las relaciones personales.

Cada día nos cruzamos con mucha gente por la calle, en el autobús o en el super. Como no les conocemos, apenas nos paramos a observarles, son sin más «gente», «peluches» que no nos dicen gran cosa.

De repente, alguien nos presenta a uno de esos desconocidos y nuestro cerebro comienza a trabajar para identificarlo y saber si se trata de un «león» o una «jirafa». Es una acción que lleva segundos, que hacemos de forma involuntaria y que, sin embargo, llega a marcar la mayoría de las relaciones personales. Y no sé a vosotros pero a mí, me absorbe de tal manera esa reacción que ¡casi nunca soy capaz de recordar el nombre de la persona que acaban de presentarme!

Mi cerebro está tan concentrado buscando etiquetas en función de su forma de vestir, de hablar, de comportarse, que no le da para retener su nombre. Y enseguida lo define en una palabra: la pija, el pintas, el flipao, el chulo, el pesao, la guay…; basándose en experiencias anteriores nos alerta sobre cómo es esa persona en cuestión.

Pero si se da la casualidad de que un día nos encontramos de nuevo con esa persona en la sala de espera de un hospital, en el rellano de nuestra casa o en la oficina, y conocemos su historia personal, la cosa cambia. Ya no es una persona cualquiera, una etiqueta o un individuo de un grupo concreto, es Fulanito, único e irrepetible. Mi amigo Fulanito.

A lo que voy es a que las primeras impresiones, desde mi punto de vista, son muy parciales. Quizá acierten en lineas generales de qué pie cojea pero cada persona tiene una historia personal, un nombre único que solo descubrimos si le damos la oportunidad.

Muchas veces cerramos nuestras puertas a nuevas personas porque los «leones» o las «jirafas» no nos gustan, pensamos que son todos iguales, pero quizá entre esos leones haya un Simba apasionante al que nunca conocerás simplemente porque por fuera se parecía demasiado a Scar.

Me gusta pensar que todo el mundo tiene amigos, y por tanto, si a otros les resultan interesantes, ¡algo tendrán! Cuanto menos caso hago a esa etiqueta instintiva, más disfruto conociendo nuevas personas.

Además, cuando pienso en mí misma, no me gusta la idea de ser etiquetada en un grupo. Me considero diferente; ni mejor ni peor, pero no me veo igual que a nadie que conozca.

¿Qué opinas tú de las primeras impresiones? ¿Interfieren en tus relaciones personales?

¿Por qué nos cuesta tanto dar las gracias?

Esta mañana le he pedido a mi hija de cuatro años que recogiera los cojines del salón, ya que los había llevado a su cuarto para jugar con ellos y allí los había olvidado.

El caso es que al rato he vuelto a entrar en el salón y, para mi sorpresa, los cojines no solo estaban encima del sofá sino que estaban perfectamente colocados, por lo que nada más verla me ha salido sin pensarlo un «¡gracias, princesa!, a lo que ella ha contestado muy sonriente, «no mami, gracias a ti, por decirme que los he puesto bien».

Me ha dejado de piedra…¡qué sensibles somos de niños y que brutos nos hacemos de mayores! Si en vez de mi hija hubiera sido mi marido, no creo que le hubiera dado ni las gracias…; y si hubiera sido él quien me pidiera a mí que los colocara y me diera las gracias por hacerlo, probablemente me habría salido un «de nada» irónico en mi cabecita…

Tenemos que recuperar esos agradecimientos en la pareja. No dar por hecho que él tiene que hacer la cena o que yo tengo que tirar la basura. Yo hago todo lo que puedo por él, y él lo mismo por mí, por lo que lo normal sería que nos diéramos las gracias cada día muchas veces. 

Siempre agrada un «gracias» dicho de corazón; porque refleja que el otro es consciente de que le has dedicado tiempo a ese trabajo, no pasa desapercibido y anima a seguir esforzándonos.

Todos tenemos la experiencia de lo poco agradecido que es el trabajo del hogar. Cada día lo mismo, y en cuanto llegan los niños a casa todo vuelve a estar patas arriba: cubo de ropa sucia lleno, la comida terminada (por lo que ya hay que pensar en la de mañana), platos sucios, mesa asquerosa, … ¡qué os voy a contar que no sepáis! 

Pero oye, si tu marido o tu hijo, empiezan a comer y sueltan un «gracias mamá por la cena, ¡está deliciosa!», en un momento se nos olvida el trabajo que ha llevado, nos llena de felicidad y se nos pone una sonrisa de oreja a oreja que no podemos controlar. Y siendo tan fácil hacer que el trabajo de los que nos rodean sea así placentero, ¿por qué nos cuesta tanto dar las gracias?

Leí hace tiempo una reflexión sobre los beneficios de ser agradecidos y, entre otras cosas, resaltaba que nos sitúa en nuestro sitio. Y pienso que en el matrimonio nos pasa eso, llega un momento en el que hay tanta confianza, que el día a día nos ciega.

Podemos llegar a pensar en ocasiones que con todo lo que nosotras hacemos, lo mínimo que debería hacer el otro es lo «poco» que se le ha pedido… Y llegamos incluso a creernos que no tenemos porqué darle las gracias ya que nos sentimos merecedoras de ese «poco».

Pero no es así. Yo me doy gratuitamente, y él a mí también; por lo tanto, todo lo que recibo es porque él ha querido dármelo, no porque tenga que hacerlo; y yo por él lo mismo. Y al darnos las gracias mutuamente nos recordamos a nosotros mismos la suerte que tenemos de que nuestro cónyuge nos cuide tanto. 

Por último, creo que tenemos que ser conscientes de que lo que vemos, no es siempre todo lo que el otro hace. A veces, tendremos la tentación de pensar que yo hago mucho más que él, pero eso es porque vemos el 100% de lo que nosotras hacemos, y sólo una parte de lo que hace el otro así que lo mejor es no juzgar, y pensar sólo si nos estamos dando al otro al 100%, o si podríamos hacer más. 

Y tú, ¿por qué crees que nos cuesta tanto dar las gracias a quienes más queremos?

Piensa mal y …¿crees que acertarás?


Seguro que más de una vez alguien te ha recordado este refrán al quejarte por el mal comportamiento de un tercero. Tendemos a poner etiquetas enseguida a quienes nos molestan sin pensar cómo de justo es que lo hagamos. Desde hace un tiempo yo aplico otro que, además de ayudarme, creo que es mucho más acertado: «Piensa bien y serás feliz». 

Y ¿por qué seré más feliz?

Imaginemos las típicas situaciones en las que muchos nos desquiciamos: Vamos conduciendo y un peatón empieza a cruzar la calle y lo hace taaan despacio… ¡con la prisa que tengo!; o el del coche de delante que conduce lento no, ¡lentísimo!, enseguida me sale un ¿dónde le habrán regalado el carnet de conducir?; o el conocido que no te saluda por la calle o la típica amiga que nunca te llama.

Imagino que estas situaciones, y muchas otras, te hacen soltar (de palabra o pensamiento) como a mí, un montón de improperios contra el susodicho y te amargan el día aunque sea por un rato.

El caso es que un día me vi en una de esas situaciones, solo que la persona que molestaba ¡era yo! No lo hacía a propósito, yo tenía mis motivos: estaba de mudanza y llevaba el coche hasta arriba de cosas delicadas que no quería que se golpearan por lo que no estaba dispuesta a pisar el acelerador aunque molestara al resto de conductores.

Y es curioso, porque al cabo de un tiempo, ¡otra vez! Iba con mi marido por la calle ensimismada en mis pensamientos cuando me dice: «¿Esa que acaba de pasar no es tu compañera de trabajo? Te ha saludado y has pasado…». Me quise morir…, ¡qué desastre! Y pasados unos meses, ¡otra vez! Los peques me esperaban en el coche mientras yo compraba el pan y me vi obligada a colarme… no podían estar mucho rato ellos solos…

El caso es que volvió a pasarme hace unos días, esta vez al cruzar la calle. Tras la estancia en el hospital las piernas no me respondían así que iba más lenta que nadie y no podía correr aunque quisiera…

Aquel día, por alguna razón, recordé cuántas veces había perdido la paciencia y pensado mal de quienes cruzan a ese ritmo hawaiano…, y también de las otras situaciones que me cabreaban, y me di cuenta de que muy probablemente quienes actuaban cuando yo me molestaba también tendrían sus motivos. 

Desde entonces tiendo a buscar en mi cabeza mil motivos que den sentido a que la gente actúe de determinada forma, aunque a mí me resulte molesta o no la entienda: una enfermedad, un día malo, una preocupación, un despiste… ; me pongo en su lugar y enseguida sale algo. Os aseguro que, además de ahorrarme un buen enfado, evitan que ponga a parir a alguien que pueda estar pasándolo mal y me hacen crecer en paciencia, empatía y generosidad.

Y cuando ninguna razón me parece excusable… imagino por un momento que el o la desgraciada que me toca las narices es una buena amiga, mi madre o mi hija, y entonces me sale una sonrisa pícara y pienso: «esta granuja…». 

No somos justos cuando exigimos a los demás ser perfectos y nos comprendemos sin embargo a nosotros mismos, o a quienes queremos, en situaciones parecidas. Como diría mi suegra, cada uno sabe lo que sabe, y no tenemos derecho a juzgar por qué otros actúan de una u otra manera.

Te animo a probarlo porque notarás enseguida los beneficios y, en cualquier caso, si estuviera equivocada tampoco tienes nada que perder, ¿no crees?

¡Espero vuestras experiencias en los comentarios! ¿Qué situaciones te cuesta más comprender?