Mamá, ¿a que si te suicidas vas al infierno?

Hoy sí que me lanzo al vacío y hago especial hincapié en que lo que digo en este blog es mi experiencia personal, lo que me dicta el corazón, confiando en no ofender a nadie sino compartir la importancia de la sensibilidad para ver más allá de los hechos objetivos de la vida. No quedarnos en el blanco o negro.

Dicho esto, puesto que el tema de hoy es bastante delicado, os explico de dónde ha surgido. A raíz de la Semana Santa y el suicidio de Judas tras la traición, uno de mis hijos me pregunta convencido de la respuesta: «Mamá, ¿a que si te suicidas vas al infierno?»

Es curioso porque si no me equivoco hemos crecido pensando que no existía la salvación para quienes se suicidaban. De hecho, quiere sonarme, que incluso antaño (desgraciadamente) ¡se les enterraba fuera del cementerio!

Y el caso es que estoy convencida de que quien llega a una situación tan extrema ha sufrido lo insufrible; y cuando digo sufrir no me refiero a dolor físico (normalmente) -aunque tristemente pueda darse el caso- la mayor pesadilla de quien se suicida se da en su cabeza y en lo que ésta le dicta, de forma irracional pero convincente, sobre su vida y todo lo que sucede en ella.

Y si algo sabemos de Jesús es que los enfermos son su debilidad por lo que no tiene ningún sentido esa condena tan a la ligera. ¡Es tan irresponsable ese juicio, que merecen mucha reparación las familias que lo han padecido injustamente!

Por eso, hoy quiero pediros una oración conjunta por quienes han pasado por ese trance, Dios los tenga en su Gloria, pero especialmente por sus familiares, que tantas veces habrán sufrido en silencio la ignorante y atrevida opinión de la sociedad que les rodeaba.

También por quienes aún se preguntan si podrían haberlo evitado, si podían haber hecho algo más, … por quienes se culpan de que alguien cercano se haya quitado la vida.

Todos tenemos nuestra cruz en este mundo, pero esta me resulta especialmente dolorosa por lo incomprensible y complicada que es; y también por el aislamiento y soledad que genera en el entorno.

Hablar de un familiar que se ha suicidado es aún hoy tema tabú (se dice en bajito, discretamente); y a mi entender es así porque puede sugerir que en parte ha pasado porque las personas de su entorno no han logrado evitarlo.

¡Qué aberración!¡Me parece tan injusto! Porque no tiene nada que ver con eso, y mucho menos con quienes le querían.

Para quien padece una enfermedad incurable y llega el momento de la muerte, se tiende a aceptar, con tristeza pero comprensión, que era su momento y no había alternativa posible.

Sin embargo, ante un suicidio… hay tantos interrogantes que nos creemos con derecho a opinar sobre por qué lo habrá hecho, cuando la razón última es sin duda que algo terrible torturaba su existencia.

Por eso quiero, aunque no sé si logro ese objetivo (sólo espero no estar haciendo aún más daño a nadie); que tras leer esta breve reflexión todos nos paremos y hagamos el firme propósito de no juzgar, acompañar y consolar a tantas familias que sufren en silencio la desolación que deja el suicidio de un ser querido.

Y no juzgar tampoco a quienes lo han intentado alguna vez. Dar gracias a Dios porque no se cumplió su objetivo y rezar por su completa recuperación para que puedan disfrutar de la vida como Dios la pensó para ellos, y no como la enfermedad que sufren hace que la vean, distorsionada, tormentosa e insufrible.

Pd. El Señor permitió que yo sufriera depresión y durante ese tiempo comprendí muchas cosas sobre las enfermedades mentales. Una de ellas fue esta.

No voy a ir al infierno por comer carne en Cuaresma

¿Por qué surgen enfrentamientos entre los católicos en Cuaresma?, ¿voy al infierno si no ayuno?, ¿es más «santo» el que cumple con la abstinencia?, ¿por qué nos molesta tanto que nos juzguen en este tema? Breve reflexión sobre estas y otras cuestiones en torno a la Cuaresma.

Durante la cuaresma surge siempre, por desgracia, el debate -y la división- entre los católicos acerca de la obligación de ayunar el miércoles de ceniza y el viernes santo, y de no comer carne los viernes de Cuaresma.

Los que cumplen con el Magisterio de la Iglesia son «apestados» por exagerados y «radicales», los que no lo hacen lo son por rebeldes y «pecadores». La susceptibilidad reina en todas las conversaciones y comidas en las que el tema está presente.

¡Qué deformada tenemos en la conciencia si pensamos que con cumplir los mandamientos nos salvamos; y que si no obedecemos, iremos al infierno!

Y es una pena, la verdad. Porque ni unos ni otros tienen motivos para sentirse así. La Cuaresma es un tiempo en el que los católicos intentamos limpiar un poco nuestras almas para que Jesús y, sólo Él, nos llene con su Gracia en la gran fiesta de la Pascua, cuando celebremos su Resurrección.

Lo más importante de este tiempo es la actitud y disposición interior, -que sólo cada uno conoce-, a dejar que Jesús nos cambie, nos renueve, nos dé luces para conocer un poco mejor nuestro camino personal al cielo.

De nada sirve ayunar, mortificarse, ¡cumplir con todos los preceptos!, si tu única intención es que «la gente» vea que eres muy obediente. No es una cuestión de obediencia sino de conversión personal.

Del mismo modo que el comer carne o no ayunar tampoco te hacen más libre y, mucho menos, si lo haces por llamar la atención o por llevar la contraria; ¡sólo a ti te importa lo que hagas y el porqué!, del mismo modo que sólo a ti te beneficia o te perjudica.

Esa susceptibilidad pienso que quizá surja de sentirnos juzgados, encasillados o, como acabo de leer en el blog de Javier Vidal Quadras, por simple soberbia: que nos toque un pie que sea otro quien nos diga cómo amar a Dios, y más si es la Iglesia.

Y es que la falta de conocimiento del sentido real de la Cuaresma hace que nos quedemos con la parte humana y visible, «lo externo», cuando lo que de verdad importa pasa en el interior de la persona.

La Iglesia nos recuerda, como madre nuestra que es, que la Pascua, la resurrección de Jesús está a la vuelta de la esquina. Y que ese día, es tan grande para los cristianos, que el Señor derrama mucha Gracia sobre sus hijos.

De ahí que nos invite a la preparación, mediante el ayuno, la limosna y la oración.

La Cuaresma está para que tú y yo nos preparemos para la Pascua, nos vaciemos de nosotros mismos para que pueda entrar Jesús.

Este año os animo a cada uno, también a mí misma, a parar unos minutos delante del Señor y hablar con Él. Ver despacio y con humildad cómo puedo preparar mi alma durante esta Cuaresma para que en Pascua esté lista para crecer con los regalos que Jesús quiera darme.

Porque sobre todo es a mí a quien afecta el desperdiciar este tiempo o aprovecharlo. Sólo yo puedo saber si mi comportamiento me acerca o me aleja de Él: todo lo demás debería darme igual.

¿Os habéis visto alguna vez en esos rifirrafes?, ¿qué creéis que nos lleva a la división?

Cuando un abuelito se va…, algo despierta en el alma

La semana pasada nos dejó mi abuelito. El Señor se lo llevó de la manera más dulce: mientras dormía. Los que nos quedamos sentimos su vacío pero al mismo tiempo, la certeza de saber que descansa en el Cielo, nos llenó de paz y alegría.

Era un hombre bueno, muy bueno. Y al pensar en su vida, en qué es lo que nos ha dejado su paso por este mundo, ha sido maravilloso ver que todo lo que pasaba por nuestras mentes eran palabras amables, cariñosas, de admiración, de agradecimiento.

A veces nos atormenta la idea de tener que ser «perfectos» para poder ganarnos el cielo, pero ¿sabéis qué? no es esa perfección humana que imaginamos de la que habla Jesús, sino de perfección en el amor, ¡que es al final de lo que nos examinarán!

Mi abuelo era un hombre sencillo, honrado, trabajador. Se conformaba con muy poco, pero no era perfecto, tenía sus defectos como todo el mundo, ¡porque no hay santo sin ellos!, pero ahora relucen mucho más sus virtudes, y sobre todo: su pasión por mi abuelita.

Quiso a su mujer durante toda su vida de una manera ejemplar…, ¡y han sido 94 años! Hay tantos detalles de amor durante cada día que se ve la huella de Dios en ellos, porque humanamente ya os digo yo que es imposible: ¡cumplió con creces su vocación matrimonial!

NUNCA en mi vida les he visto discutir, faltarse al respeto, mirarse con un mínimo de rencor. En su lugar, siempre ha habido atención hacia el otro, miradas cómplices, agradecimientos, detalles de cariño, … y no hablo de un libro, ni de una utopía: ¡yo lo he visto durante toda mi vida con estos ojos!

He aprendido de ellos lo que es el amor de verdad y, como soy consciente de que no todo el mundo tiene la suerte de tener tan cerca semejantes ejemplos de vida, me veo en la obligación de compartirlo con vosotros.

Nunca faltó un gracias en su boca por cada comida que ella preparaba. Siempre atento para servirle, para cuidarle, y para enseñarnos a los demás a estar atentos también y saber mirar y ver los detalles de cariño que los demás tenían con nosotros.

Estoy segura de que él nunca creyó que su vida fuera ejemplar, que pudiera estar dejando tanta huella en los que veníamos detrás, ¡pero ya lo creo que lo hacía!

Sin él darse cuenta nos enseñó a querer, nos demostró que el amor verdadero existe, es real y es maravilloso. Que la felicidad se encuentra en las cosas pequeñas, en el amor humano, en la vida desgastada por y para la persona amada.

Hoy os digo que merece la pena. No es un camino de rosas, porque también salen espinas, porque no somos perfectos, porque en el día a día nos fijamos más en lo que no nos gusta; pero merece la pena porque es ahí donde se encuentra la felicidad y, lo más importante: nuestro camino al Cielo.

Le tengo miedo a Dios, miedo a que me haga sufrir

Hace unas semanas, en la sección de «Qué nos dice hoy Jesús» (que aprovecho para invitaros a conocerla), publiqué unas breves palabras sobre la confianza en Dios.

Cuando leí el evangelio ese día, y escuché al cura de la iglesia preguntar si quería yo resucitar con Jesús en la Pascua, con el cambio radical que podía suponer eso en mi vida, sentí miedo. Y me asusté de mí misma por tener miedo a decir que sí.

Me di cuenta de que, aunque la enfermedad me está ayudando muchísimo a estar junto a Dios en todo momento, a sentir su amor por mí, a volverme loca descubriendo todo lo que Dios me ama: ese miedo sólo me demostraba que no me fío de Él. Me sentí decepcionada conmigo misma.

Y una vez más, Dios me habló a través de una amiga que me envió el vídeo que pongo a continuación y que os recomiendo ver. Ese vídeo llegó en el momento oportuno porque lo que más me dolía era sentir esa desconfianza en Alguien a quien debo mi vida, a quien quiero con locura, Alguien que ¡ha dado su vida por mí! ¿Cómo podía dudar?

Era la primera vez que escuchaba a esta mujer, Sor Emmanuel, monja de Medjugorje. Sus palabras me consolaron, me reconfortaron, me dieron mucha paz. Sobre todo al confirmarme que esos pensamientos no son míos.

Sor Emmanuel explica que cuando sufrimos, por el motivo que sea, somos más vulnerables y por eso el demonio aprovecha para meter en nuestra cabeza ideas que nos desesperen: «no merece la pena seguir luchando», «Dios no te quiere porque te hace esto», «si te quisiera no lo permitiría», …; esas ideas no vienen de Dios porque no son, ni de lejos, el mensaje de Jesús en el evangelio.

Ante el dolor y la enfermedad, Dios nos invita a descargar sobre Él nuestra carga: «venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados que yo os aliviaré». Y ¿cómo nos alivia? Nos enseña sus llagas, para que veamos que Él sufre con nosotros, y recoge nuestras penas y las carga en su Cruz.

Y es así. Yo lo estoy experimentando. No es Dios quien me envía la enfermedad, ¡la tendría igual sin Él! Pero contando con su ayuda, en vez de ser amarga, la cruz se hace más suave y puedo seguir adelante, porque Él la lleva por mí y la une a su dolor, me acompaña, sufre conmigo.

Te animo vivamente a ver o escuchar el vídeo. Mientras planchas, viajas o caminas. Te ayudará a ver la Semana Santa desde otra perspectiva mucho más bella: desde el amor.